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Política criminal

Se han tramitado reformas legislativas que aumentan las penas incluso por encima del tope legal de 60 años. | Ilustración: Daniela Hernández

Política criminal: una estrategia sin visión de conjunto

La política criminal debería ser una respuesta adecuada a las injusticias que se expresan en la comisión del delito. Sin embargo, en la actualidad, es una colcha de retazos, tejida al vaivén del discurso punitivista de la coyuntura. Se requieren reformas, es cierto, pero para hacerlas debe verse al sistema penal como un conjunto.

Por: Luis Felipe CruzMayo 22, 2019

Quienes dirigen los debates sobre la política criminal pretenden solucionarlo todo feriando cárcel a diestra y siniestra. Desde el tráfico de drogas hasta la corrupción, pasando por el homicidio y las lesiones personales, la respuesta es la misma: más años de prisión. La política criminal debería ser un conjunto de acciones que emprende el Estado para dar una respuesta adecuada a las injusticias que se expresan en la comisión del delito. Sin embargo, en la actualidad, es una colcha de retazos, tejida al ritmo de los vaivenes del discurso punitivista de la coyuntura.

De acuerdo con el Ministerio de Justicia, el Código Penal (CP) ha tenido más de 245 reformas en 18 años de vigencia. El Congreso ha intervenido delitos aquí y allá, la mayoría de las veces para aumentar penas, crear nuevas conductas o aumentar el espectro del delito. Aunque estas reformas pudieran estar orientadas por la preocupación frente a desafíos de seguridad o de violencias en la sociedad, el problema radica en que no cuentan con una visión de conjunto del sistema penal.

Además, la mayoría de estos cambios se propusieron sin un análisis de impacto real y con pocos criterios técnicos en la gestión de las normas penales. Este caos en el manejo del CP, afecta no sólo la coherencia en la administración de la dosis punitiva, sino el acceso a las alternativas a la cárcel para delitos con alto impacto en el sistema carcelario.

Se han tramitado reformas legislativas que aumentan las penas incluso por encima del tope legal de 60 años. Por ejemplo, el denominado Estatuto Anticorrupción de 2011 estableció una pena para el delito de lavado de activos de 118 años de prisión, en caso que lo cometa un servidor público de alguno de los organismos de control del Estado.

La ley incorporó por vía indirecta una pena que en la práctica no se puede imponer. Otro ejemplo de esta falta de sistematicidad en las reformas penales, es el caso de la inducción a la prostitución y el constreñimiento a la prostitución. A partir de la ley 1236 de 2008 el Congreso le subió las penas al primero y no al segundo, por lo que hoy la inducción tiene penas de 10 a 22 años, mientras que el constreñimiento, conducta en la que se obliga el ejercicio de la prostitución y por lo tanto es más grave, tiene penas de 9 a 13 años.

Nunca se mencionó en el proyecto de ley por qué una pena debería ser diferente de la otra o cuáles criterios permitían concluir la cantidad punitiva de cada una.

También hay un corto circuito en la respuesta del Estado frente a la comisión de ciertos delitos. Una cosa es la que plantean las leyes y otra cosa es la que hacen los actores del sistema –policía, fiscalía, juzgados e INPEC–. Un ejemplo de esta desconexión está en el hecho de que por las 177 nuevas conductas criminalizadas luego de la expedición del CP, en 2016 había poco más de 2000 personas privadas de la libertad, a pesar de que se trata de delitos graves como el contrabando de hidrocarburos, producción de minas antipersona, feminicidio, hurto por medios informáticos o tráfico de niñas, niños y adolescentes.

Al momento de legislar no se están teniendo en cuenta las dificultades propias del juzgamiento o las cargas laborales de los actores del sistema. Ni se considera la capacidad de procesar delitos complejos como los delitos financieros o el lavado de activos. A la fecha, el delito de fabricación de sumergibles o semi-sumergibles para el tráfico de drogas, creado en 2011 con penas de hasta 45 años tiene 3 condenas, mientras que el delito de lavado de activos, registra sólo 165 condenas. Sin embargo, fueron presentados como necesarios para “luchar” contra el crimen organizado.

En última instancia toda esta incoherencia punitiva, termina limitando cada vez más el acceso a la prisión domiciliaria, la libertad condicional o la suspensión de la pena, particularmente para personas que cometen delitos como hurto o tráfico de estupefacientes pero que están a cargo de las actividades más riesgosas –frente a la captura– y menos remuneradas. De esta manera, cuando se crea un delito o se expande su ámbito de aplicación, no se tienen en cuenta los impactos sobre el sistema carcelario, ni sobre la política criminal.

El llamado a la racionalidad punitiva no es un llamado a la inacción frente al delito, todo lo contrario, es un recordatorio de que las violencias de distinto tipo –sexual, doméstica, homicida y la provocada por los grupos ilegales– son tan costosas para la sociedad colombiana que requieren una respuesta de conjunto, no una lista de normas que en la práctica lo confunden todo. Los conflictos detrás de la criminalidad no son de menor importancia como para jugar a las soluciones de papel. Por qué no pensar que antes de seguir creando delitos y aumentando penas, necesitamos que la Fiscalía investigue y acuse, que se reduzca la impunidad y que se garanticen los derechos de las víctimas.

 

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