Un Estado que se impone por medio de la fuerza, sin conseguir la adhesión de la población, termina por perder la capacidad que tenía para imponerse, y un Estado legítimo que no logra imponer el orden o someter a las organizaciones ilegales termina con una población que le pierde el respeto.
Los enfrentamientos violentos, desplazamientos masivos y asesinatos de líderes sociales ocurridos después de que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) entregaran las armas en varias regiones del país son una prueba de que enfrentar la violencia no solo depende de la implementación de los acuerdos de paz, sino también del fortalecimiento del Estado local. La paz negociada es una condición necesaria, pero insuficiente para conseguir la paz. La otra condición (también necesaria e insuficiente) es la presencia del Estado. En la mitad del territorio nacional hay un Estado que solo existe en la letra de la ley, en el discurso político o en la nómina oficial; un Estado al que nadie le cree ni siquiera los funcionarios públicos o los políticos que viven de él.
Mientras no exista un Estado eficaz en los territorios, la violencia —incluso la violencia política—, seguirá presente. La razón es que sin esto (un Estado eficaz) todos los demás atributos del Estado, en particular la legitimidad, se vienen al piso. La eficacia y la legitimidad del Estado son cosas distintas, pues pueden existir instituciones eficaces que no son legítimas y viceversa. Sin embargo, lo anterior solo pasa en la teoría jurídica; en la práctica, en cambio, ambas cosas se consiguen juntas y también se pierden juntas.
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