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Quinta condena de la Corte Interamericana. De Washington a San José
Por: Mauricio García Villegas | junio 26, 2007
La reputación del país no solo depende de que mejore su posición en los niveles de riesgo de Standard & Poor’s.
Con la reciente actitud mendicante del presidente Uribe en los pasillos del Congreso de los Estados Unidos, muchos han visto pisoteado lo que queda de nuestro orgullo nacional. A mí, sin embargo, esa actitud me parece menos vergonzante que propia del carácter subordinado que tiene el Estado colombiano frente a Estados Unidos.
En cambio, la semana antepasada sucedió algo que sí me pareció realmente deshonroso para la dignidad de nuestras instituciones. No obstante, casi nadie habla de ello. Me refiero a la condena emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con sede en San José de Costa Rica, contra el Estado colombiano por la masacre de La Rochela.
¿Recuerda usted esa masacre? Ha habido tantas que probablemente no sepa de qué hablo. Y, sin embargo, no fue un crimen cualquiera. Los hechos tuvieron lugar en enero de 1989, cuando un grupo paramilitar denominado ‘los Masetos’, con la plena complicidad de miembros del Ejército Nacional, asesinó a 12 miembros de una comisión judicial que investigaba el asesinato, cometido por ese mismo grupo paramilitar, de 19 comerciantes, masacre que también mereció la condena de la Corte Interamericana contra el Estado colombiano.
Ésta es la quinta sentencia internacional que condena al Estado colombiano por la complicidad del Ejército en los crímenes paramilitares. En esta sentencia, como en las anteriores, hay evidencias suficientes para desvirtuar la versión oficial de las ‘manzanas podridas’; es decir, aquella que sostiene que la participación de las Fuerzas Armadas en los crímenes cometidos por los paramilitares se limita a unos pocos miembros ‘malos’ de esas fuerzas. Ahora bien, el abandono de esa tesis de las manzanas podridas no significa avalar la versión opuesta, defendida por algunos, según la cual aquí estamos ante una política estatal concebida, planeada y dirigida desde la Casa de Nariño. Pero eso no es ningún consuelo. Entre ambas posiciones se encuentra una verdad terrible y desalentadora. Una verdad que muestra cómo amplias regiones del país estuvieron -algunas todavía están- dominadas por los paramilitares, ante la mirada impávida, cuando no complaciente, del Ejército Nacional.
La condena de La Rochela debería servir para tres cosas. En primer lugar, para exaltar la labor que en Colombia cumple la justicia, no solo por lo sucedido en ese caso, sino por lo que actualmente están haciendo la Fiscalía y la Corte Suprema. Cada día es más evidente que la solución del problema paramilitar depende de que la justicia sea capaz de investigar, juzgar y condenar a los responsables de los crímenes cometidos.
En segundo lugar, esa condena debería servir para despertar un sentimiento de dolor y vergüenza nacional, una especie de memoria colectiva, que nos impida repetir el pasado. La vergüenza es un sentimiento dignificante y más saludable que el desconocimiento patriotero de nuestros males institucionales.
En tercer lugar, esa condena debería servir para que el Gobierno comprenda que la mala imagen que el país tiene en el exterior proviene, en gran parte, de la negligencia estatal frente al fenómeno paramilitar. Descalificar esta situación con el argumento de que se trata de propaganda política hecha por ONG radicales y enemigas del país es una torpeza.
Ya es hora de que el Gobierno se entere de que la reputación del país no solo depende de que mejore su posición en la clasificación de niveles de riesgo de Standard & Poors. También depende de que los derechos humanos se protejan y los índices de impunidad se reduzcan.
Sería un gran avance si el Gobierno se diera cuenta de que su fracaso en Washington tiene mucho que ver con su fracaso en Costa Rica.