La Corte Constitucional recorrió los municipios de Riohacha, Manaure, Maicao y Uribia durante 5 días. | Marcela Madrid
Recorrido por una Guajira cansada de promesas
Por: Marcela Madrid | mayo 8, 2023
No vamos a seguir malgastando nuestra voz. No sé qué vamos a hacer para que nos escuchen. Dígame usted magistrado.
Gladys García Ipuana miró al magistrado a los ojos y resumió en esa frase el sentimiento de frustración que la invade cada vez que llega una visita oficial a su comunidad. Ella estaba de pie, él sentado tomando nota. Era 19 de abril, el tercero de cinco días de una visita que emprendió la Corte Constitucional por el departamento de La Guajira. Se encontraban, junto a un centenar de personas, en la escuela del corregimiento de Siapana, Alta Guajira, a donde llegaron más de 40 camionetas luego de varias horas levantando el polvo del desierto.
Siapana fue una de las 21 comunidades que visitó el magistrado auxiliar Iván Escrucería y un pequeño equipo de la Corte Constitucional, junto a decenas de funcionarios locales y nacionales, el ministerio público, expertos técnicos y miembros de la sociedad civil.
La maratónica inspección judicial, que acompañamos desde Dejusticia, tenía como propósito verificar el cumplimiento de la sentencia T-302, expedida hace exactamente seis años, un 8 de mayo de 2017. En ella, la Corte declaró el Estado de Cosas Inconstitucional en el departamento por la muerte de niños y niñas a causa de la desnutrición, una manera jurídica de decir que la Constitución era letra muerta para las comunidades wayuu.
No era la primera vez que el Estado llegaba a Siapana en forma de camionetas 4×4. Así se lo hizo saber Gladys al magistrado: “Voy a ser muy sincera: es de los últimos días que esperamos una visita para decir siempre que tenemos estas necesidades. Ya ni provoca invitar a las autoridades tradicionales porque están viejitos y cansados y no ven el resultado de esto”. Escrucería le respondió, también mirándola a los ojos: “recibimos por parte de la Corte muy bien su reclamo. No tema decir las cosas como son”.
La impotencia de Gladys se sintió en muchas de las comunidades que visitamos. A pesar de eso, sus voceros se tomaron la palabra para enumerar, una vez más, los problemas que reflejan cómo el pueblo wayuu sigue sin tener derecho al agua, la alimentación y la salud.
Las cuentas de la tragedia
Las imágenes que vimos esos cinco días desde Riohacha hasta la punta de la península confirman que el Estado de Cosas Inconstitucional continúa. La primera escena no estaba en la agenda oficial, pero la caravana se encontró de frente con ella: saliendo de Uribia, vimos montones de basura acumulada al borde de la carretera, por donde caminaban a paso lento algunos chivos, unos cuantos perros y un par de niños descalzos revisando entre los desechos. No tuvimos que recorrer kilómetros para empezar a ver las pruebas de que la T-302 no presenta grandes avances.
Las cifras tampoco son alentadoras. Al inicio de la inspección, el dato de niños muertos este año a causa de la desnutrición en La Guajira iba en 20, según el Instituto Nacional de Salud. Durante el recorrido, las cuentas fueron apareciendo. Así ocurrió en la comunidad 3 de abril, un asentamiento a las afueras de Uribia conformado principalmente por migrantes venezolanos. Uno de sus líderes explicó que tres niños han muerto ahí este año y que la cifra podría aumentar por la falta de agua potable, porque los programas de alimentación del ICBF solo benefician a 12 familias y son 400, porque los medicamentos de los niños son muy caros.
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Cerca de ahí, en Siwolou, aseguraron que nueve menores han muerto en el último año. Un representante del Ministerio de Salud alegó que ese dato no coincide con los registros oficiales, que van en cero. La explicación de esta discordia vino después: la comunidad no está registrada ante la Alcaldía de Uribia ni ante el Ministerio del Interior, es decir, no existe para el Estado colombiano, a pesar de que 29 familias viven ahí desde los años 40. Los wayuu de Siwolou no hacen parte de las estadísticas, ni vivos ni muertos.
A kilómetros de ahí, el cuarto día del recorrido, las mujeres de la comunidad Sumai Wayuu, en Riohacha, no se conformaron con lanzar una cifra cuando llegó el magistrado. Decidieron romper el protocolo y llorar a sus muertos en plena visita. Mientras los asistentes se acomodaban bajo la enramada y Escrucería explicaba el motivo de su presencia, cuatro mujeres a un costado de la multitud rompieron en sollozos. Estaban paradas frente a un chinchorro que simulaba tener un cadáver y llevaban sus rostros cubiertos con mantas. “Esto lo estamos haciendo para que ustedes presencien nuestra realidad, porque hace tres días pasó el fallecimiento de un niño y estamos recién en ese duelo”, explicó una lideresa en medio de la sorpresa de los asistentes por el inesperado ritual.
El dilema de juyá
En el camino hacia la Alta Guajira fueron apareciendo más imágenes del abandono. El paisaje se hacía más seco y la trocha más dura. Nos encontramos con los tristemente célebres “peajes”, en los que se paran dos personas sosteniendo una cuerda para impedir que los carros pasen sin antes darles comida o agua. Habría sido difícil contarlos, pues aparecía uno cada cien metros o menos. La enorme mayoría eran custodiados por niños y niñas, un martes, en horario escolar. En otros, quienes extendían la mano eran adultos vistiendo camisetas desteñidas con el rostro de algún político que en épocas electorales habrá conocido esos terrenos en busca de votos.
Las distancias entre las comunidades se hacían más largas y los caminos más confusos e intransitables. Debíamos pasar arroyos secos, y aunque varios carros se varaban en el intento, al menos era una hazaña lograble porque estábamos en verano. Es que los habitantes de la Alta Guajira viven en medio de una relación paradójica con juyá, la lluvia. Naturalmente, anhelan que llueva para poder llenar los jagüeyes y, en el mejor de los casos, sembrar algo propio. Pero cuando por fin llega el invierno quedan completamente aislados. Los trayectos que en verano duran horas, pasan a durar días, y los pocos servicios que garantiza el Estado (como la alimentación escolar o la entrega de agua en carrotanques) dejan de llegar. “Aquí los enfermos se mueren por falta de atención, por falta de traslado, por falta de una ambulancia inmediata. Por eso también muere el pueblo wayuu, porque estamos a cinco horas de Uribia”, denuncia Orlando Velásquez, líder de Poropo.
En Puerto Estrella, el punto más al norte de todo el recorrido, algunos incluso sueñan con separarse de Uribia y convertirse en municipio, como Asunción Ruiz, coordinadora académica del colegio. Ella dice, entre la indignación y la risa, que ojalá hubiera más visitas de la Corte, así al menos las instituciones harían algunos arreglos de última hora. Eso, según cuenta, ocurrió con la planta desalinizadora de agua: “Esa planta se vive dañando, siempre hay que estar molestando para que la arreglen. ¿Cómo de la noche a la mañana consiguieron la pieza y hoy está funcionando?”
En Uribia, el municipio que se autodenomina “la capital indígena de Colombia”, el acceso a agua potable es apenas del 3%. Con los proyectos que adelanta la empresa departamental de aguas (Esepgua), esa cifra llegaría al 30% en veinte años. Así lo explicó la gerente de la empresa, Andreina García, en medio del jagüey de la comunidad Choloisirra. Mientras explicaba que los recursos del departamento no alcanzan para resolver la crisis humanitaria, un cochino guajiro (un animal parecido al jabalí) y un chivo se acercaron a tomar agua del jagüey. A pocos metros, dos personas llegaron a llenar sus pimpinas de la misma agua contaminada.
Esa cifra es solo una muestra del rezago histórico que vive La Guajira, y que no será fácil ni rápido de resolver. Así lo explica Ivonne Díaz, coordinadora de regionalización en Dejusticia: “No es posible reducir la pobreza en corto tiempo. De allí la necesidad de la consistencia en las políticas públicas, de llevar un orden y un plan para la ejecución, y de la coordinación entre entidades nacionales y locales”.
“¿Qué medidas van a tomar?”
En jornadas de hasta 15 horas seguidas, Escrucería y su equipo escucharon denuncias similares en todas las comunidades: no hay fuentes de agua potable, los pozos construidos por los gobiernos anteriores se convirtieron en elefantes blancos, los centros de salud son precarios, las brigadas son una rareza y los programas de alimentación dejan a muchos niños por fuera. Todo esto conduce a la realidad que originó la sentencia: los niños y niñas en La Guajira tienen nueve veces más riesgo de morir por desnutrición que en el resto del país, según cifras del DANE.
Aunque el magistrado aclaró reiteradamente que la sentencia prioriza tres derechos (agua, salud y alimentación), fue inevitable que los líderes y lideresas aprovecharan la visita para describir, en medio del desahogo colectivo, todos los problemas y carencias que los atraviesan. Lo más recurrente fue el abandono del sistema educativo: docentes que trabajan sin contratos, colegios sin salones, estudiantes que tienen que caminar horas por la falta de transporte escolar.
Después de escuchar y tomar nota, el magistrado les pedía respuestas a cada una de las entidades presentes. “¿Qué se va a hacer frente a esto?” y “¿qué medidas van a tomar?” preguntaba insistente. Algunos funcionarios hablaron de mesas, diagnósticos, informes; otros, de medidas de emergencia, como el envío de carrotanques o jornadas de registro de niños. A través de preguntas, el magistrado los fue llevando a comprometerse con acciones puntuales, que quedaron consignadas en actas y a las que la Procuraduría deberá hacerles seguimiento.
Así, Escrucería terminó gestionando en terreno el plan de acción provisional que ordenó la Corte en 2022 y que buscaba impulsar medidas urgentes para atacar la crisis en el plazo de un año. Aclaró que ese no es su rol sino el de la Consejería para las Regiones pero, ante la falta de avances, espera “que esta visita no sea solo un funcionario judicial escuchando y escuchando sino generar respuestas, así sean provisionales, mientras cada uno de ustedes busca hacer cumplir de fondo la sentencia”.
Eso le pidieron directamente las comunidades. “Ojalá que de esta visita haya resultados, porque que vengan a escuchar no es resultado. ¿Dónde está la sentencia? ¿Por qué no se está ejecutando?”, le preguntó al magistrado la joven Deyanira García, profesora de Jaiparen, en Uribia.
¿Qué sigue?
En el cierre de la inspección judicial, el magistrado Escrucería confirmó lo que revelaban las imágenes desde el primer día: “En este transcurso hemos evidenciado que la problemática que motivó la expedición de la sentencia T-302 de 2017 continúa. Continúa el incumplimiento de la decisión. Continúa la inefectividad del fallo adoptado”. Anunció que la Corte tomará decisiones “diferentes”, “de fondo” para hacer cumplir la sentencia.
Por su parte, los líderes de las comunidades wayuu esperan que se hayan recogido las pruebas suficientes para empezar a sancionar a los responsables. Así lo pide Javier Rojas, líder wayuu de Manaure: “La Corte debe resolver ya los desacatos que solicitó la comunidad para que se cumpla la sentencia (…) que haya un antecedente frente a las sanciones de las instituciones”. Algunos incluso piensan llevar este caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pues creen que en Colombia ya han agotado todas las instancias.
Dejusticia coincide en que no ha habido cambios significativos en este caso y la inspección fue una evidencia clara de eso. “Esperamos que la Corte no siga siendo un mero testigo de una situación que constitucionalmente es inadmisible, como es la muerte de niños y niñas. Lo deseable es que encuentre un balance entre poner a dialogar a las instituciones (como ya lo ha hecho) y tomar medidas correctivas que aseguren la eficacia de la sentencia”, asegura Fabián Mendoza, coordinador de litigio estratégico.
*Esta crónica fue publicada originalmente en El Espectador, el 7 de mayo de 2023.