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Reformular la política frente a las drogas: desafío ineludible para Colombia

El prohibicionismo ha fracasado y ha causado enormes daños. Hay alternativas concretas, factibles y comprobadas. Pero el statu quo internacional no se modificará hasta que un actor clave como Colombia dé el primer paso.

Por: Rodrigo Uprimny YepesEnero 8, 2012

Hay que levantar la voz

Uno de los mayores retos para Colombia durante los próximos años es lograr incluir en la agenda mundial una reformulación efectiva de la actual política internacional de prohibición absoluta de ciertas sustancias sicoactivas como la marihuana o la cocaína. Esa estrategia no ha reducido la producción ni el abuso de estas drogas, pero en cambio ha inducido terribles sufrimientos.

Como existen políticas alternativas que son más eficaces en términos de salud pública y de reducción de la criminalidad, es injusto mantener una prohibición que nos está matando.

Colombia debería entonces impulsar el fin de la prohibición, pues nuestro país tiene toda la autoridad moral para plantear ante el mundo la reformulación de esa política.

Estrategia ineficaz

El prohibicionismo ha fracasado, pues el mercado mundial se encuentra bien abastecido a pesar del aumento de recursos y de sanciones para eliminar la oferta de drogas ilícitas. Unos pocos datos ilustran ese fracaso:

-según el Informe Mundial sobre Drogas para 2011 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), entre 1990 y 2008, las interceptaciones anuales mundiales de cocaína pasaron de 291 a 712 toneladas;
-sin embargo, en esos mismos años, la producción potencial de cocaína pasó de 771 toneladas a 865 en 2008. Y en 2007 había alcanzado un máximo de -1.024 toneladas.
-Durante esos mismos años el precio al detal de un gramo de cocaína en Europa se redujo mucho, pues pasó de 143 euros en 1990 a 70 en 2008, en lugar de elevarse.

Los mercados de heroína y de marihuana tuvieron evoluciones muy semejantes.

Los daños del prohibicionismo

El prohibicionismo ha fracasado entonces en su objetivo central – controlar la oferta de drogas – pero en cambio ha provocado sufrimientos enormes. Por su gran rentabilidad, este mercado ilícito ha atraído y alimentado mafias con una terrible capacidad de corrupción y violencia, como bien lo sabemos los latinoamericanos.

La prohibición también ha llenado las cárceles de personas que no han cometido crímenes violentos ni graves. Son simplemente consumidores o pequeños traficantes, que representan hoy un porcentaje importante de las personas privadas de la libertad en nuestros países, como lo mostró un estudio comparado sobre América Latina, de reciente publicación y coordinado por la Washington Office on Latin America (WOLA) y el Transnational Institute (TNI). (Ver Sistemas sobrecargados. Leyes, drogas y cárceles en América Latina)

La criminalización ha agravado también los problemas de salud pública, pues margina a los consumidores. En gran medida, esa marginalización provoca los efectos más graves para el usuario, más que el uso de la droga en sí. Por ejemplo, la ilegalidad lleva al consumidor de heroína a utilizar jeringas usadas, lo cual facilita el contagio de enfermedades graves, como la hepatitis B o el sida. La prohibición impide cualquier control de calidad de estas sustancias y hace que los consumidores queden sometidos a las redes de distribución ilegal, lo cual agrava sus problemas de marginalidad y de salud.

Hay que agregar que la prohibición desconoce principios medulares de un Estado fundamentado sobre los derechos humanos, pues violenta la autonomía personal, ya que el consumo de sustancias sicoactivas per se no afecta derechos de terceros. Por tal motivo, no debería ser penalizado en una sociedad pluralista y democrática.

Un fracaso estructural

Este fracaso de la prohibición no proviene de falta de recursos o de la incompetencia de los funcionarios que la ejecutan, sino de la estructura sistémica de este mercado.

Un triunfo coyuntural — como la desarticulación de una mafia exportadora — solo provoca un desabastecimiento temporal, que se traduce en el corto plazo en un alza de precios, justamente lo que busca la prohibición a fin de disminuir el consumo. Pero lo paradójico radica en que dicha alza es un poderoso incentivo para que otros ingresen en esa actividad, siempre y cuando la demanda persista en el largo plazo. Y persiste…

Como la producción de drogas ilícitas de origen vegetal, como la cocaína o la heroína, es técnicamente sencilla y los espacios geográficos potenciales para su producción son inmensos, casi infinitos, entonces esos éxitos parciales lo único que logran es provocar un desplazamiento de la producción hacia otras zonas geográficas.

Ese efecto desplazamiento o “efecto globo” es conocido y está bien documentado. Por ejemplo, la represión de la marihuana en México, con el uso de herbicidas a finales de los años 60, tuvo como efecto esencial desplazar la producción a Colombia. Luego la fumigación de la marihuana en Colombia durante los 70 permitió el desarrollo de los cultivos en Estados Unidos. Pero como allá no la reprimen (y menos aún la fumigan), la marihuana es hoy una de los principales cultivos agrícolas de ese país.

Para reducir el daño

La prohibición es entonces injusta e ineficaz, ¿pero existen realmente políticas alternativas?

Para responder a esa pregunta conviene distinguir, como lo sugieren analistas como Louk Hulsmann o Ethan Nadelman, entre los “problemas primarios” ocasionados por el consumo de una sustancia sicoactiva y los “problemas secundarios”, derivados de las políticas de control, que los Estados hayan adoptado frente a esa sustancia.

Un ejemplo ilustra esa diferencia: una cirrosis provocada por el consumo excesivo de alcohol o un cáncer pulmonar causado por el cigarrillo son “problemas primarios”, pues derivan del abuso mismo de estas sustancias. En cambio, la violencia generada por las mafias que controlan la producción y la distribución de la cocaína, o la contaminación por sida de los consumidores de heroína que comparten jeringas, o la sobrecarga de los sistemas carcelarios, constituyen “problemas secundarios”, pues se derivan directamente de la criminalización de la producción y el consumo de esas drogas.

Esta distinción es elemental, pero clave, pues muestra que las políticas destinadas a controlar el consumo de las sustancias sicoactivas pueden ser muy dañinas para la sociedad y para los propios consumidores.

Una política democrática frente a las drogas es entonces aquella que se propone reducir tanto los daños que ocasiona el abuso de las sustancias sicotrópicas (problemas primarios), como los daños derivados de las propias políticas destinadas a controlar dichos abusos (problemas secundarios).

Y eso es precisamente lo que plantean las llamadas “políticas de reducción del daño”, defendidas por varios países europeos, como Suiza, Portugal y Holanda. Estas estrategias se esfuerzan por evitar la marginalización y la estigmatización de los consumidores.

Por ejemplo, en Holanda – pionera en estos enfoques – el gran tráfico es perseguido, pero se ha despenalizado de facto la distribución minorista y el consumo de la marihuana. Igualmente, en vez de criminalizar al consumidor de drogas más duras como la heroína, se le brinda una amplia gama de programas de apoyo, como el suministro de metadona, para evitar el síndrome de abstinencia, o como la ayuda profesional voluntaria para quien así lo desee.

Las políticas de reducción del daño han dado buenos resultados en los países que las han adoptado, como lo demuestran todos los estudios en forma consistente. Resulta instructiva la comparación entre Holanda y Estados Unidos, que defiende la penalización pura y dura. Un estudio publicado en 2006 por Douglas McVay en el libro Drogas y sociedad (Drugs and Society) es contundente:

-la tasa de encarcelamiento es más elevada en Estados Unidos que en Holanda, pero su situación sanitaria es peor;
-la prevalencia del sida es en Estados Unidos mayor, mientras que el consumo de sustancias ilegales en Holanda ha sido menor.

Conclusión: Estados Unidos encarcela y reprime más que Holanda, pero tiene más consumidores y en peores condiciones sanitarias.
Un mercado regulado

Las estrategias de reducción del daño han mostrado que son más eficaces y humanas que la guerra a las drogas. Pero son insuficientes, pues mantienen la prohibición frente a la producción y distribución, con lo cual perpetúan el problema del narcotráfico y de las mafias que les están asociadas. Es pues necesario ir aún más lejos y replantear el prohibicionismo en sí en el ámbito internacional.

Existen modelos posibles. La idea no es reemplazar la prohibición por un mercado libre de drogas, que pocos defienden, sino pensar en estrategias de salud pública que minimicen los daños ocasionados por el abuso de sustan­cias sicoactivas, pero que respeten los derechos humanos – tanto de los usuarios de drogas como de la pobla­ción en general – y tomen en cuenta los costos y los efectos perversos de las pro­pias políticas de control.

Desde esa perspectiva y con el fin de arrancar a las organiza­ciones criminales el monopo­lio de la distri­bución, es indispensable admitir la existen­cia de canales legalizados de producción y distri­bu­ción, con­trola­dos por el Esta­do, que tendrían caracterís­ti­cas diversas según los tipos de drogas: en efecto, la distribución de marihuana – droga casi inocua – no puede ser la misma de la heroí­na, droga capaz de producir depen­dencia física y síquica.

Primaría entonces un crite­rio sanita­rio en la distribución y se busca­ría que las drogas más peligrosas fueran las de más difícil acceso, para deses­ti­mular así los abusos potenciales.

Como el consumo de las drogas no se considera algo conveniente y que deba ser estimulado por la sociedad — sino una conducta tolerada — ese mercado tendría que ser pasivo, es decir, se despojaría a las redes legales de distribución de toda agresi­vidad comercial: prohibi­ción de propaganda y publicidad, exclusión de marcas, etcétera.

Como se trata de monopolios estata­les o de mercados fuertemente interveni­dos, las políticas de precios busca­rían explícitamente desestimular el consu­mo.

En sínte­sis, no se pretende­ría facili­tar y ampliar el consumo — como ocurre en un mercado libre—, pero tampoco se lo haría legal­mente impo­si­ble, como en un mercado prohi­bido.

Esas reglamentaciones mantienen entonces una cierta inter­vención sancionadora del Estado:

Habría que sancionar – como se hace con el alcohol – ciertos usos indebidos que puedan afectar a terceros, como conducir un auto bajo los efectos de una sustancia sicoactiva.

Se admitirá un mercado de drogas para adultos, pero se impondrían penas a quienes indu­jeran a los menores a consumir.

La política estatal buscaría entonces un equili­brio entre dos imperativos: ser al mismo tiempo flexi­ble – en materia de precios y reglas de distri­bución – para evitar la extensión indebida de un mercado paralelo, pero igualmente lo suficientemente severa como para desestimu­lar los abusos de droga. Eso no sería siempre fácil, pero poco a poco se podrían encontrar las mejores soluciones en forma pragmá­tica.
La existencia de redes legales de distribución se combinaría con un fortalecimiento de programas de prevención, tratamiento y ayuda al toxicómano, de muy diversa índole. Los recursos hoy desperdiciados en la prohibi­ción servirían para financiar esos programas.

Qué podría hacer ya el gobierno Santos

Las estrategias de regularización diferenciada de la producción y distribución de las sustancias sicoactivas no son la panacea y son de difícil ejecución. Pero son realistas y democráticas, pues evitarían los efectos perver­sos del actual prohibicionismo, respeta­rían los derechos de los usua­rios, y permitirían el diseño de estra­tegias sanitarias verdadera­mente adecuadas.

Es obvio que el gobierno Santos no puede optar por estas políticas unilateralmente, pero sí puede liderar la discusión nacional e internacional del tema y para ello podría hacer inmediatamente tres cosas:

Primero, debería reformular la política interna frente a las drogas. El proyecto de nuevo estatuto contra las drogas, que hizo público hace algunos meses el ministro del Interior, debería entonces ser debatido y rediseñado profundamente. Su versión inicial resulta problemática, pues mantiene el más clásico esquema de la guerra a las drogas.

Segundo, el gobierno debería aprovechar que Colombia cuenta con expertos en el tema de drogas, reconocidos internacionalmente, como Francisco Thoumi, Juan Tokatlián o Ricardo Vargas, por sólo citar algunos. ¿Por qué no crea el gobierno una comisión académica que le haga recomendaciones para formular una política frente a las drogas razonable y humana?

Finalmente, con esos insumos y la autoridad moral que le confiere a Colombia haber liderado la guerra a las drogas y haber sufrido terriblemente sus consecuencias, el presidente Santos podría asociarse a otros mandatarios y exmandatarios latinoamericanos para exigir a la comunidad internacional la reformulación de esa política injusta e inhumana.

De interés:

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