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¿Renace la Defensoría del Pueblo?
Por: Mauricio García Villegas, Jose Rafael Espinosa Restrepo | agosto 27, 2012
Una autoridad moral
La figura del Defensor del Pueblo es obra y fruto de la Constitución de 1991. Este cargo, que internacionalmente se conoce como Ombudsman, fue diseñado por los constituyentes para proteger a los ciudadanos y defender sus derechos.
Lo más interesante de esta figura es la manera como este funcionario cumple con ese propósito. El Defensor no cuenta con abogados para demandar a los violadores de los derechos, no tiene poder sancionatorio, ni cuenta con un equipo de funcionarios dedicado a agilizar trámites administrativos de cuyo cumplimiento depende la efectividad de los derechos. Nada de eso.
El Defensor, en cambio, es concebido como una figura pública, independiente del ajetreo político, con una gran autoridad moral y conocedor del Estado, de la Constitución y de los derechos, todo lo cual le permite ser oído y respetado, incluso por el jefe del Estado.
Así concebido, el Defensor protege a la ciudadanía a través de sus intervenciones públicas, ante los medios y las instancias estatales. Es la jerarquía moral de sus opiniones, la respetabilidad de su palabra, lo que da eficacia a su función.
Dos calidades mínimas
Esto significa que un buen Defensor debe cumplir al menos con dos condiciones:
Primero, debe estar muy presente en los espacios públicos, tanto en los ámbitos institucionales (instancias de gobierno, tribunales, organismos internacionales) como en medios de comunicación, redes sociales y espacios académicos. Como el Defensor no interviene mediante fallos disciplinarios o sentencias judiciales, debe hacer uso de la palabra y de la credibilidad que ésta tiene en materia de derechos humanos.
Segundo, debe ser independiente. Aunque es ternado por el Presidente y elegido por la Cámara, el Defensor debe estar libre de compromisos políticos, pues su labor consiste justamente en vigilar y criticar a las autoridades políticas e institucionales. Más que representar políticamente unos intereses específicos, el defensor debe tener legitimidad social, ser un aliado de la sociedad civil y de las personas y grupos que está llamado a defender.
Silencioso y sumiso
Tras nueve años como Defensor del Pueblo, se concluye que Vólmar Pérez difícilmente cumplió con estas dos condiciones. Como mostramos en Mayorías sin democracia — una investigación publicada en 2009 por Dejusticia [1]—, Pérez fue un Defensor silencioso en un período durante el cual ocurrieron violaciones gravísimas a los derechos humanos.
Peor aún, todo indica que ese silencio fue el resultado de una defensoría hecha a su medida y más preocupada por los intereses burocráticos y partidistas que por la defensa de los derechos humanos.
Estos son algunos ejemplos que muestran la falta de independencia del defensor saliente:
En 2004, como lo contó en su momento la revista Semana, Vólmar Pérez mantuvo silencio cuando el entonces presidente Uribe acusó a las ONG de ser “idiotas útiles del terrorismo”.
Pérez tampoco intervino en el debate público sobre temas fundamentales en materia de derechos humanos, como las afectaciones derivadas de las fumigaciones aéreas de cultivos ilícitos, las interceptaciones ilegales o la independencia de la Rama Judicial frente al Gobierno.
En otros temas trascendentales, como la Ley de Justicia y Paz, la crisis de desplazamiento forzado y las ejecuciones extrajudiciales — por citar solo algunos ejemplos — el Defensor pasó prácticamente de agache.
De otra parte, Vólmar Pérez siempre fue sumiso frente a los poderes públicos. En 2007, por ejemplo, luego de haber publicado (en la página web de la Defensoría) un informe de alertas tempranas en las elecciones regionales, que recibió fuertes críticas del Gobierno, decidió retirarlo de la página.
Días después fue nuevamente publicado, pero con modificaciones sustanciales que despertaron — ahí sí — simpatía en el gobierno. Todo indica que Pérez hizo posible el propósito declarado del expresidente Uribe de silenciar a la Defensoría en materia de denuncias a las violaciones por derechos humanos.
Peor aún, lo que constatamos hoy en día es que — ante el silencio de Pérez — el Procurador ha asumido abusivamente el rol de figura moral del país en materia de derechos, con todos los problemas que tiene Ordóñez, tratándose de una figura tan dogmática, tan ambigua en asuntos constitucionales relativos a la libertad y tan dependiente políticamente.
Esa falta de independencia parece confirmarse con el dudoso manejo burocrático que Pérez dio a la entidad [2]: un manejo demasiado condescendiente con los apetitos burocráticos del partido conservador y con sus amigos políticos.
Qué se espera del nuevo Defensor
Más publicidad: Naturalmente, se espera que Otálora se distancie del modus operandi de Vólmar Pérez y cumpla con su tarea de debatir y hacer visibles las graves violaciones a los derechos humanos que ocurren en este país. Un buen Defensor no debe refugiarse en un silencio complaciente, sino que debe afrontar la denuncia, así sea incómoda.
Más independencia: El Defensor del Pueblo debe estar desligado de los intereses propios de la política electoral. Debe ser alguien con una trayectoria y una carrera que no dependa del mundo político partidista. Solo así puede cumplir con el magisterio moral que la sociedad espera de él.
Un punto adicional sobre la independencia. Aunque en la estructura del Estado la Defensoría hace parte del Ministerio Público – encabezado por el Procurador General de la Nación – el Defensor cuenta con autonomía administrativa y presupuestal. Esperemos que Otálora logre aprovechar esa autonomía y se distancie del procurador Ordóñez.
Más control: Otálora recibe una Defensoría del Pueblo con más recursos y nuevas funciones que fueron asignadas en los últimos años por leyes como la de Justicia y Paz, la de Infancia y Adolescencia o la de víctimas. Este crecimiento de la Defensoría, sin embargo, no ha estado acompañado de políticas de control, que hagan más transparente y eficiente a la institución. Esperemos que esto también cambie.