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¿Réquiem por la reforma laboral?

La pelea sobre la reforma laboral está para alquilar balcón. César Rodríguez pasa revista al debate y sostiene que, en vista de la incertidumbre de las cifras, la carga de la prueba sobre los 480.000 nuevos puestos prometidos por el gobierno les corresponde a los defensores de la reforma.

La monumental polvareda levantada por el segundo aniversario de la reforma laboral, aprobada por el Congreso por iniciativa del gobierno en diciembre de 2002, debe de haber tomado por sorpresa a más de uno. No sólo por el tono estridente de la pelea sobre si se debe mantener la reforma, sino por la artillería pesada de cifras utilizada por los defensores y los críticos de esta.
Los primeros, con el gobierno y el Banco Mundial a la cabeza, le atribuyen a la ley toda clase de cualidades curativas, entre ellas la de ir en camino de crear el casi medio millón de empleos que el gobierno prometió al presentar la reforma. Por su lado, los críticos concluyen que la ley ha sido ineficaz, en el mejor de los casos, o contraproducente, en el peor, y comienzan a ensayar el réquiem para el entierro de tercera que le daría la propuesta que el representante Gustavo Petro presentó en días pasados para derogarla. En medio de la confusión quedan los millones de trabajadores y desempleados afectados por la reforma, que extendió la jornada laboral diurna (y, por tanto, redujo el pago de horas extras), disminuyó la compensación del trabajo en días festivos, bajó la indemnización por despido sin justa causa, estableció incentivos para las empresas que creen puestos de trabajo e introdujo protecciones marginales contra el desempleo.

Lejos de aclarar el asunto, la batería de cifras recientes sobre el impacto de la reforma agudizan la confusión. El Banco Mundial acaba de presentar a Colombia como un ejemplo de los beneficios de la flexibilización laboral, a la que imputa la creación de 300.000 puestos. Pero una juiciosa investigación encargada por el mismo Banco Mundial y elaborada por Alejandro Gaviria desde el Cede concluyó hace unos meses que, incluso con una interpretación generosa de los datos, se podría adjudicar a la reforma la creación de sólo 15.000 empleos en el sector de servicios. El Cide de la Universidad Nacional, por su parte, hace un cálculo más holgado y estima que la reforma creó 260.000 empleos.

Al enredo se añade otro estudio del Cede para el Banco Mundial, hecho por Jairo Núñez, que, aunque no se ocupa del número de empleos producidos por la reforma, concluye que ésta ha tenido un impacto favorable sobre la calidad y la duración del empleo. Finalmente, el Observatorio del Mercado del Trabajo del Externado acaba de publicar un reporte que, tras mirar con lupa los estudios anteriores, muestra que no existen bases para las cuentas más alegres, como las de los 300.000 nuevos empleos del informe del Banco Mundial. En conclusión, la excursión por las cifras nos deja donde comenzamos.
Pero los bandazos de los cálculos y la acritud del debate dejan adivinar que lo que está en cuestión aquí es mucho más que las frías discordancias de la técnica estadística. Para entender lo que está en juego, entonces, conviene dar un paso atrás y comenzar por lo que no hacen los estudios señalados. Si en lugar del cálculo econométrico acudimos a la sospecha sociológica, se despeja el interrogante sobre por qué se ha suscitado semejante disputa, y cuáles son los actores involucrados.

El detonante inmediato del debate es un rasgo novedoso y saludable de la ley de reforma laboral. Como en el viejo enlatado con misiones imposibles, la ley viene con un mecanismo de autodestrucción: según ésta, después de dos años de vigencia (es decir, ahora), una comisión de verificación evalúa los resultados y se encarga de proponer la continuación de las reformas que han surtido el efecto esperado y la derogación de las que han sido ineficaces. De allí, la proliferación de datos acerca del impacto de la ley sobre el desempleo y el afán de defensores y detractores por resaltar los que respaldan su posición.

Los defensores de la flexibilización, entre ellos el gobierno y los asesores económicos que venían pidiendo hace años una reforma semejante, enfrentan aquí una prueba de fuego. Si por ningún lado aparecen los puestos prometidos, ¿cuál sería la justificación de la disminución de los beneficios a los trabajadores ocupados? Siempre queda, por supuesto, el último recurso a la distinción entre el corto y el largo plazos. Las reformas no han surtido efecto por ahora, nos dirán los economistas flexibilizadores, pero lo harán en el largo plazo. Pero no hay un solo analista económico que pueda responder la pregunta de cuándo termina el corto plazo y cuándo comienza el anunciado largo plazo.

La posibilidad del descrédito de los flexibilizadores explica el nerviosismo y los ribetes dramáticos que ha tenido el debate sobre la reforma laboral en América Latina. Para la muestra dos botones. El primero fue la bochornosa intervención del Banco Mundial en la difusión del informe citado de Gaviria, que esa misma institución había financiado. Descontento con la imagen desfavorable de la reforma que surgía del estudio, el representante del banco en el país, desconociendo la independencia y las bases técnicas del estudio, no sólo restó importancia a los datos sino que interfirió en los reportes periodísticos sobre el estudio, para perjuicio de la autonomía investigativa y para vergüenza de una entidad que se precia de la neutralidad en el manejo de los datos.

El segundo ejemplo viene de la Argentina del año 2000. Allí, la reforma laboral ocupaba un lugar tan alto en la lista de prioridades del Fondo Monetario Internacional, que sus delegados pusieron en jaque al endeble gobierno de Fernando de la Rúa al fijar, en medio de la desesperación argentina por un préstamo adicional del FMI para seguir viviendo el sueño de la convertibilidad del peso al dólar, un plazo inmediato para que el Congreso aprobara la ley de flexibilización. El gobierno hizo lo que muchos habían predicho: con un Congreso adverso y corrupto, sobornó a parlamentarios a diestra y siniestra, y le cumplió así al FMI. El escándalo que se desencadenó sería el principio del fin del gobierno de De la Rúa. A pesar de ello, incluso hoy los funcionarios del Fondo defienden la sabiduría de su recomendación aduciendo que la flexibilización es la forma de generar empleo en un mundo en el que sus demás recomendaciones no dejan mayor espacio para una política fiscal o monetaria expansiva. Así lo ha reconocido, por ejemplo, Claudio Loser, entonces encargado del FMI para el hemisferio occidental, en la extensa entrevista-libro Enemigos, lectura obligatoria para flexibilizadores y antiflexibilizadores criollos.

Cualquiera que sea la posición que se tome sobre el dilema de la flexibilización, una cosa es clara con vista al debate inmediato: como sucede en derecho, la carga de la prueba recae sobre el gobierno y los promotores de la reforma. Corresponde a ellos demostrar, contra los críticos, que la reforma sí ha tenido los efectos anunciados. Tarea difícil, porque ni los cálculos más optimistas, logrados con malabares estadísticos, se acercan a los 480.000 empleos prometidos en 2002.

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