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Se buscan doctores

Cómo formar elites académicas que no sean elitistas

El país debe aumentar su capacidad autónoma (esto es, en universidades colombianas) de realizar investigación de nivel doctoral en todos los campos. Las comparaciones siempre son odiosas y, con frecuencia, peligrosas; a veces, sin embargo, permiten emular y aprender de experiencias exitosas. Quizá valga la pena una reflexión comparativa sobre las enormes dificultades que aún afronta un país como Colombia en la producción de conocimiento (científico, artístico, social, político, etc.) y su difusión en las redes académicas de vanguardia.

La Universidad de Cornell, en Estados Unidos, graduó hace un par de semanas más de 400 doctores en las más diversas áreas del conocimiento. La semana pasada, la Universidad de Harvard graduó otro contingente doctoral de similar tamaño. El número de graduandos y el amplio rango de sus temas de investigación son realmente desconcertantes.

En Colombia, los programas de doctorado atraen profesionales a quienes les interesa el estatus profesional que un Ph.D. da, pero no necesariamente la investigación ni la academia. Algunas universidades entienden esto y perfilan sus programas de doctorado para que atiendan más la demanda de prestigio, que las necesidades intelectuales de un país en desarrollo. El prestigio de un título de Ph.D. crece exponencialmente si proviene de alguna de las universidades internacionales de renombre.

Al mismo tiempo, por definición, los doctorados deben formar elites intelectuales, incluso entre aquellos a quienes sí les interesa la labor académica. Con este grupo, en cambio, el problema consiste, primero, en cómo formar elites no elitistas y, segundo, en cómo permitir que dichas elites intelectuales se mantengan abiertas a reclutar y educar a personas con talento y disposición (y no solamente con el dinero que se requiere para ingresar tardíamente al mercado laboral, como lo hacen los doctores).

Universidades como Cornell y Harvard se autodefinen como instituciones de «investigación». La investigación universitaria se desarrolla, entre otras formas, mediante programas académicos avanzados en los que investigadores de trayectoria entrenan a jóvenes promisorios en las exigencias particulares de la disciplina. Este entrenamiento usualmente comienza con un intenso período de estudio en el que el estudiante debe demostrar que ha alcanzado familiaridad con la literatura existente en su campo. No se trata del conocimiento exigido para «ejercer la profesión», sino del conocimiento profundo que se requiere para ser autoridad en el campo y, por lo tanto, juzgar en qué dirección (y con qué métodos) tiene sentido investigar y producir conocimiento hacia el futuro. Este es, al menos, el ideal que se busca.

Para escribir una tesis doctoral se requiere haber surtido esta primera etapa en que el joven investigador demuestra una competencia mínima que le permitirá proseguir, ahora sí, con su proyecto particular de investigación. La docencia de este nivel, para poder ser efectiva, es usualmente tutorial y personalizada. Estos jóvenes investigadores, a su vez, hacen las veces de ‘traductores’ generacionales entre los profesores ya maduros (y por tanto de más edad) y las nuevas generaciones de muchachos que arriban a adquirir su entrenamiento inicial en el área. Este trabajo de ‘traducción’, como profesores asistentes, por ejemplo, les permite adquirir experiencia docente esencial para su desarrollo académico posterior.

Las universidades de investigación son, en general, muy diferentes a las universidades de formación profesional, aunque nada obsta para que cumplan adecuadamente ambas funciones. En Colombia, sin embargo, muchas de las disciplinas académicas apenas vienen consolidando sus comunidades investigativas. Durante muchos años nos hemos dedicado a la formación profesional y es claro que la transición hacia la investigación es difícil. En derecho, por poner un ejemplo, hemos sido tradicionalmente universidades de formación profesional y apenas estamos aprendiendo a conformar comunidades de investigación que produzcan verdadero conocimiento. Del profesional se espera que ejerza su profesión adecuadamente dentro de protocolos y estándares académicos y éticos aceptados por la comunidad.

Del doctor, sin embargo, se espera que tenga un dominio tal de la literatura en su campo, que nos ayude a entender a todos los demás las estructuras presente y futura del campo en el que se desenvuelve. La «producción de conocimiento» significa cosas diferentes en derecho, música, biología o filosofía, pero comparte una pasión común por el análisis crítico de la «verdad», dentro de los múltiples significados que esta aspiración puede tener. En un artículo reciente, Thomas Ulen, profesor de derecho de la Universidad de Illinois, se pregunta cuáles serían los trabajos de investigación a los cuales les daríamos un hipotético premio Nobel en Derecho. Todo programa de doctorado, antes de abrir inscripciones, debe tener una respuesta clara a esta difícil pregunta.

Para la formación de verdaderas comunidades investigativas hay que arrancar de ciertos presupuestos básicos: en primer lugar, es preciso recordarles a los aspirantes que los títulos doctorales de investigación son producto del trabajo científico, y no simplemente fuentes de prestigio (o estatus) profesional o personal. Un doctorado no es, de ninguna manera, la continuación natural de los estudios profesionales de pregrado, ni se trata del último escalón de prestigio dentro de la profesión.

En los próximos años la universidad colombiana tendrá que aprender aceleradamente a formar sus doctores en todas las áreas del saber. Tendrá que aprender a competir con calidad frente a universidades extranjeras que seguirán extendiendo su oferta hacia un mundo abierto y globalizado. Algunas de estas universidades internacionales ofrecerán (en Colombia o en sus sedes) programas magníficos, con comunidades académicas sólidas y con genuina transferencia de saber; otras, en cambio, ofrecerán programas menos buenos. La demanda en Colombia debe empezar a discernir con toda claridad entre esta oferta dispar.

Ya hay una experiencia acumulada importante en Colombia, pero todavía se avizoran peligros significativos: en primer lugar, los doctores tienen que aprender a formar otros doctores, a construir redes académicas robustas y plurales (no elitistas) y a entender que la competencia por el mercado entre las universidades nacionales puede ser un factor de fragmentación de la ciencia y de la investigación. La docencia por tutoría es más costosa y exige habilidades distintas a las que se adquieren en el aula de clase de pregrado. Esto hace que la formación doctoral sea costosa y, si se hace bien, casi siempre requiera ser subsidiada. De todas las formas posibles de subsidio, quizá la menos adecuada sea aceptar a muchas personas que no están comprometidas con las exigencias de la investigación. Finalmente, las universidades colombianas deben tener cuidado en que el título de doctorado no sea simplemente un calco de los privilegios socio-económicos que ya existen en el país.

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