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ONUSIDA estima que expandir el TAR a todas las personas que viven con VIH puede evitar 21 millones de muertes relacionadas con el SIDA (el síndrome en el que puede desencadenar el VIH si no se trata) y prevenir 28 millones de infecciones nuevas a 2030. | EFE

Solicitamos a la Corte que garantice tratamiento a personas VIH positivo, sin importar su estatus migratorio

Intervenimos en el caso de una mujer de origen venezolano a quien le fue negado el tratamiento antiretroviral por no estar afiliada al Sistema de Seguridad Social en Salud. El acceso médico oportuno, integral y sin discriminación puede ayudar a controlar la epidemia por este virus.

Por: Mariana Escobar RoldánJulio 8, 2020

A siete años de descubrirse el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), Susan Sontag relató la discriminación a la que fueron sometidas las primeras personas afectadas. En ‘El sida y sus metáforas’ (1989), la escritora y filósofa cuenta que un virus, cuya vía de transmisión más frecuente era la sexual, se consideraba entonces como una calamidad que la persona se había buscado, “como un castigo”.

Incluso, había implicaciones punitivas de ser VIH positivo: la gente perdía el empleo, porque supuestamente el virus producía cambios sutiles en la capacidad mental, aunque los médicos dijeran que era altamente improbable, y que más bien, aquella percepción estaba relacionada con la rabia, el miedo, la depresión y el pánico de infectarse en un contexto agreste para ellos.

Tres décadas después de aquel ensayo, ser persona con VIH ya no es sinónimo de muerte. Los avances médicos y científicos les permiten a estas personas llevar una vida sana, siempre y cuando se beneficien de un tratamiento médico oportuno y adecuado.

De acuerdo con el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, el tratamiento o terapia antirretroviral (TAR) puede reducir la carga viral a una concentración indetectable, ayuda a las personas seropositivas a tener una vida más larga y sana e incluso reduce el riesgo de transmisión del virus.

Hoy, ONUSIDA estima que expandir el TAR a todas las personas que viven con VIH puede evitar 21 millones de muertes relacionadas con el SIDA (el síndrome en el que puede desencadenar el VIH si no se trata) y prevenir 28 millones de infecciones nuevas a 2030.

El caso de una migrante venezolana

Si viviera, Susan Sontag (1933-2004) vería un escenario prometedor, reiteraría que más que nunca ser una persona con VIH no implica una sentencia de muerte y supondría que los esfuerzos de los gobiernos y de la justicia estarían alineados con esas metas. Pero no siempre es el caso.

La Sala Sexta de Revisión de la Corte Constitucional tiene a su cargo el estudio del caso de una mujer de origen venezolano con tres hijos, a quien le fue diagnosticado VIH y quien no ha recibido tratamiento por no estar afiliada al Sistema de Seguridad Social en Salud (SGSSS), pues no cuenta con un estatus migratorio regular.

Esta mujer, que llamaremos Ana para protegerla, entabló una acción de tutela en la que solicita que se le garanticen sus derechos fundamentales a la vida, la integridad física, la salud y la seguridad social, por dos razones: porque no cuenta con los recursos para adquirir los medicamentos, pues sus ingresos provienen de “trabajos temporales, informales, el rebusque”, y porque el virus requiere un tratamiento continuo, oportuno y adecuado.

¿Por qué la Corte debería tutelar sus derechos?

Desde Dejusticia intervenimos en el caso de esta mujer, pues consideramos que cuando una persona con VIH no recibe diagnóstico ni tratamiento mediante el TAR, como es su caso, se presentan dos grandes riesgos en términos constitucionales:

De un lado, en el ámbito de la salud individual, el virus sigue evolucionando en su camino hacia el sida, afectando de manera grave el tiempo y la calidad de vida de la persona y su familia. De otro lado, de no ofrecerse un diagnóstico oportuno a la infección, podría incidir en la adherencia al tratamiento y por consiguiente en su calidad de vida.

Así las cosas, el acceso médico oportuno, sin discriminación e integral a las personas que viven con VIH debe ser un derecho de todas y todos en el país, sean nacionales o migrantes, con el fin de proteger la salud tanto individual como colectiva.

Sin embargo, la desigualdad y la discriminación impiden cumplir esa premisa. Según datos de 2018 del Fondo Colombiano de Enfermedades de Alto Costo, mientras que en el régimen contributivo el 53,4% de las personas que portan el VIH ya tienen SIDA, este porcentaje alcanza el 61,7% en el régimen subsidiado y el 57,9 % en el no afiliado.

Entretanto, el 64,24% de las muertes relacionadas con VIH ocurrió en el régimen subsidiado y el 35,07% en el contributivo. El acceso a TAR en la población del contributivo alcanza al 88%, mientras que en el subsidiado es de 78% y en el no afiliado de 42%.

Estas cifras revelan cómo la inequidad le impide a Colombia salir del todo de un escenario como el que Sontag describía en los años 80. La misma OMS sugiere que hay grupos poblacionales con un mayor riesgo de contraer el virus por su incapacidad para evitar los riesgos o aplicar medidas preventivas eficaces, como las personas migrantes, quienes, por las barreras administrativas impuestas por los Estados (por ejemplo, para regular la permanencia en el país), se enfrentan a una alta vulnerabilidad por la “imposibilidad de acceder a los servicios”, entre ellos los de salud.

Un estado que discrimina 

Desde Dejusticia hemos mostrado algunos de los obstáculos que la población migrante tiene para acceder a servicios de salud en Colombia. Nos hemos referido a este fenómeno como discriminación institucional indirecta, es decir, situaciones en las que “las entidades encargadas de los asuntos migratorios y de salud obstaculizan el acceso a sus servicios por razones (…) encubiertas bajo el rótulo de ‘requisitos administrativos’”, generando tratos injustos contra esta población y violando el artículo 13 de la Constitución.

Estas dificultades también han sido reconocidas por el Fondo Colombiano de Enfermedades de Alto Costo, que ha identificado que la población migrante es una de las más afectadas por el diagnóstico tardío del VIH debido a las “barreras en las pruebas institucionales”. De hecho, el Instituto Nacional de Salud publicó un boletín dedicado a la notificación de eventos de interés en salud pública durante el fenómeno migratorio. Allí se evidenció cómo ha habido un aumento en la mortalidad por causas asociadas al VIH o sida en las personas provenientes de Venezuela, pues mientras que en 2017 hubo 14 casos, en 2018 esta cifra ascendió a 61 y en los seis primeros meses de 2019 fueron 185 las muertes asociadas al virus.

A pesar de la jurisprudencia garantista de la Corte Constitucional en relación con la población con VIH, desde Dejusticia encontramos que contra las personas migrantes en situación irregular que viven con el virus y que buscan defender su derecho a la salud se siguen presentando situaciones de discriminación graves e injustificadas.

Frente a esta población, en algunas oportunidades la protección constitucional se ha limitado y el acceso a un tratamiento oportuno y adecuado ha comenzado a depender del ingreso al SGSSS, el cual está sujeto a un estatus migratorio regular.

Por ejemplo, en la sentencia T-348 de 2018 la Corte se pronunció sobre el caso de un migrante venezolano de 24 años con estatus irregular en el país, a quien un instituto departamental de salud le negó el acceso a TAR para tratar el VIH por no estar calificado en el SISBEN. La Corte argumentó que personas como él solo pueden acceder a atención médica si enfrentan una situación de urgencia, y que la entrega de antirretrovirales en un estado asintomático no se encuentra dentro de ese concepto.

Esto es grave, pues no dar acceso a TAR es una medida que afecta tanto al tratamiento como la prevención: evita que la carga viral se vuelva indetectable y pone barreras para llegar a la intransmisibilidad del virus. Además, la sentencia desconoce la magnitud de las dificultades que encuentran los migrantes para regular su permanencia en el país y, por ende, para acceder al sistema de salud.

Lo que pedimos

Convencidos de que a Ana y a cualquier persona con VIH se les debe garantizar un tratamiento, desde Dejusticia le solicitamos a la Corte Constitucional que establezca una regla jurisprudencial que garantice los derechos fundamentales de las personas que viven con el virus, independiente de su nacionalidad o estatus migratorio. Este tratamiento debe estar en consonancia con la evidencia científica y las medidas de salud pública internacionales para atender, contener y tratar esta epidemia.

También, pedimos a la Corte que le ordene al Ministerio de Salud y a la Superintendencia de Salud crear una directiva dirigida a las entidades de salud del país en donde se aclare que el diagnóstico de una persona como seropositiva es razón suficiente para que pueda iniciar tratamiento mediante el TAR, de nuevo, sin importar su nacionalidad o estatus migratorio.

Le pedimos de igual forma a la Corte que a estas mismas entidades, junto con Migración Colombia, la Defensoría del Pueblo y las Secretarías de Salud departamentales y municipales, les ordene diseñar y ejecutar una campaña de comunicaciones para informar a las personas seropositivas, migrantes en situación irregular, sobre sus derechos en materia de salud y cómo ejercerlos.

Sobre Ana, solicitamos que se le tutelen sus derechos a la vida, la integridad física, la salud y la integridad social; que, como medida provisional urgente, el Alto Tribunal ordene la entrega de sus medicamentos, así como el acompañamiento de la Defensoría y la Registraduría para que pueda regularizar su estatus migratorio en el país.

Sobran los argumentos para salvaguardar los derechos de esta mujer. Incluso hay datos que lo respaldan. Hace apenas cinco meses se publicó un estudio en el que un grupo de investigadores analizaron el impacto de ofrecer tratamiento de VIH a las personas migrantes en Botsuana. Los hallazgos muestran que mantener el acceso a tratamiento solo para ciudadanos prevendría 48.000 infecciones y 1.700 muertes. En cambio, ampliar el tratamiento, tanto a ciudadanos como a personas migrantes, suma la prevención de 16.000 infecciones y evita la muerte de 442 personas.

Para que la expectativa de vida de las personas con VIH en Colombia deje de ser “invariablemente fatal”, como describe Susan Sontag, las autoridades tendrían que dejar de hacer injustificadas y discriminatorias distinciones entre personas con el virus. La salud es un derecho que no mira el pasaporte.

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