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¿Son los derechos de los colombianos sueños o ilusiones?
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | Marzo 11, 2006
Los programas Bailando por un sueño o Tengo una ilusión parecen reunirlo todo. Tienen una gran audiencia, con lo cual las programadoras obtienen beneficios y el público parece apreciarlos enormemente, pues los escenarios son atractivos y participan estrellas que son en general talentosas y simpáticas. Y finalmente, como para cerrar con broche de oro, parecen ser programas muy generosos y solidarios.
La generosidad consiste en que personajes famosos ponen todo su talento en la realización de pruebas para que personas humildes (sus apadrinados) logren realizar un anhelo, que todo indica, no podrían conquistar sino gracias al programa y a la colaboración de los famosos.
Como casi todo el mundo lo sabe, en Bailando por un sueño, ocho famosos compiten en baile, a fin de que se cumpla el sueño de una persona, una familia o una comunidad que cada uno de ellos apadrina. Si la celebridad y su pareja triunfan en la prueba respectiva, entonces la programadora financia lo necesario para que el anhelo del apadrinado sea cumplido. El esquema de Tengo una ilusión es semejante, con algunas diferencias pues también otras ocho celebridades se esfuerzan en ganar en ciertas pruebas, con la diferencia de que en este programa todas las ilusiones de los participantes son cumplidas gracias a las llamadas de los oyentes.
Estos programas han logrado cambiar la vida de personas concretas. Por ejemplo, gracias a uno de ellos, entró en rehabilitación un antiguo practicante de judo que en un campeonato se lesionó y quedó cuadrapléjico..
¿Cuál es entonces el problema con esos programas, si son atractivos para el público y las celebridades se ponen al servicio de buenas causas, que permiten la mejoría de las condiciones de vida de personas concretas y específicas? ¿No es esto una prueba de solidaridad y de eficiencia, pues esos programas logran combinar impecablemente los negocios, la atención del público y la acción solidaria con los desvalidos?
La cosa no es empero tan sencilla, como bien me hizo caer en cuenta mi colega, el economista de la UN, Luis Eduardo Pérez.
Estos programas serían relativamente inocentes si los anhelos que buscan ser realizados no fueran bienes básicos a los cuales todas las personas deberían acceder. Así, supongamos que la ilusión de un apadrinado fuera tener dinero suficiente para poder viajar a cierta ciudad, que siempre quiso conocer, o para hacerse una cirugía estética para parecerse a un famoso, o para publicar sus poemas, que ninguna editorial ha aceptado.
Si eso fuera así, uno sólo podría objetarle a esos programas que envían un mensaje en cierta medida alienante, que dice a las personas lo siguiente: tus ilusiones no dependen de ti sino del talento de un famoso y de algo de suerte. Pero la cosa no sería grave.
Sin embargo, lo cierto es que en nuestro país, la mayor parte de las ?ilusiones? o ?sueños? que buscan ser realizados en estos programas no son esos anhelos, en cierta medida suntuarios, sino bienes básicos, como la salud o la educación. Por ejemplo, en ciertos casos, el apadrinado es un niño que desea entrar a una escuela especial, una persona que requiere un tratamiento médico especial o una comunidad que necesita de un acueducto.
Que en general los sueños de los apadrinados sean el anhelo de acceder a esos bienes básicos tiene importantes implicaciones. De un lado, sociológicamente muestra que en nuestro país, como todos lo sabemos, persisten inequidades y condiciones de pobreza tan graves y extremas, que la ilusión de muchos colombianos es simplemente contar con las condiciones materiales suficientes para vivir dignamente.
De otro lado, conforme a la Constitución, los tratados de derechos humanos y la propia idea de dignidad humana, todas las personas tienen derecho a gozar de esos bienes básicos, por el solo hecho de ser personas. Por ejemplo, el acceso a muchos de esos tratamientos médicos es un componente del derecho a la salud; el ingreso a la educación especial hace parte del derecho a la educación. Y en algunos casos, esos derechos son incluso protegibles por vía judicial. Por ejemplo, en numerosas ocasiones, la Corte Constitucional ha ordenado esos tratamientos médicos o la terminación de acueductos, o la inclusión de niños superdotados o con discapacidades en programas educativos adaptados a sus condiciones particulares. (Al respecto ver, entre otras, las sentencias T-406/92, T-440/04, T-826/04 y T-988/05).
Y es ahí en donde las bondades y la solidaridad de esos programas se tornan más discutibles, pues el mensaje que envían es que realmente el acceso a esos bienes básicos, que son los derechos fundamentales, no son en realidad derechos de las personas sino simplemente una ilusión, cuya materialización no depende siquiera de ellos, sino de las dotes y habilidades de algún personaje famoso. Ahí la cosa adquiere incluso tintes crueles, porque, al menos en uno de los programas, si la celebridad falla, entonces, entre aplausos y lloros, un colombiano desvalido no logra acceder a algo a lo cual tiene derecho, por ser un elemento esencial para llevar una vida digna. Y eso para no contar a todos los otros centenares que aspiraron a participar en el programa pero fueron descartados burocráticamente por las programadoras.
Con ello obviamente no estoy diciendo que, para salvarse de esa crítica, ahora los programas sólo apadrinen anhelos suntuarios. Claro que no. Obviamente es preferible que al menos esos pocos participantes obtengan una mejoría en su vida. Mi propósito, o si se quiere, mi sueño y mi ilusión, son otros: se trata de que evitemos que los derechos constitucionales de los colombianos queden devaluados a ilusiones o sueños, cuya materialización dependa de las habilidades de las celebridades y de la buena voluntad de unas programadoras de televisión Y en ese punto, la educación y los propios medios de comunicación tienen una importante responsabilidad: recordar que los derechos fundamentales son, o al menos, deben ser, derechos.