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Sueño y realidad en Pekín
Por: Mauricio García Villegas | agosto 15, 2008
Cada cuatro años, por esta época, cuando se inauguran los Juegos Olímpicos, los medios de comunicación nos hacen creer que vivimos en un mundo ideal, como el que veía Miranda. Un mundo de paz y armonía, en donde los países sólo se enfrentan en los estadios deportivos, bajo las reglas implacables de las competencias olímpicas. El eslogan que comanda los actuales Juegos Olímpicos de Pekín lo dice todo: “Un mundo, un sueño”.
Pero ese mundo no existe. Según un estudio publicado el pasado 19 de junio en la revista British Medical Journal, 5,4 millones de personas murieron en guerras alrededor del mundo entre 1955 y 2002. Hoy en día muere más gente por causa de la guerra que en el pasado, dice el estudio. Sólo entre 1985 y 1994 murieron 378 mil personas cada año en guerras en todo el mundo. Estos datos están en sintonía con el aumento del gasto militar. Según el International Peace Research Institute de Estocolmo, ese gasto se incrementó en 3,5 % entre 2005 y 2006, y en 37% en los últimos diez años. Se calcula que para el año 2006, el gasto mundial en armas ascendió a un billón doscientos cuatro mil millones de dólares. Cuando se compara esa astronómica cifra con los 20 mil millones de dólares que tienen las Naciones Unidas como presupuesto anual, el sueño de la unidad y la paz mundial se desmorona.
El aumento de la violencia mundial está asociado a muchas causas. Una de ellas es el aumento del fanatismo religioso —que muchas veces viene a la par con el patriotismo o el tribalismo— algo que la humanidad creyó haber superado dos siglos atrás con la Ilustración y las revoluciones liberales. Ninguno de los actos terroristas mayores que ocurrieron hace cuarenta años tenía motivaciones religiosas, dice Paul Wilkinson, un experto mundial en el tema. Hoy, en cambio, se estima que el 20% de los actos terroristas tienen esa inspiración. Esto desvirtúa la imagen de una civilización que va avanzando hacia la hermandad universal y que supone que todos nuestros antepasados estuvieron en un estadio menos evolucionado que el nuestro.
El mundo de hoy, por el contrario, parece ir de regreso hacia el Medioevo; una época en la que no había Estados, las religiones eran omnipresentes y el uso de la violencia era legítimo e indiscriminado. Nos consolamos pensando que el progreso tecnológico nos ha proporcionado igual cantidad de progreso ético y social; que aquella era una época oscura y salvaje de la cual salimos fortalecidos y airosos; que ya no necesitamos castillos para defendernos; que la inquisición ya no hace de las suyas y que los jueces no mandan a descuartizar a los culpables en las plazas públicas. Pero esta visión idílica del progreso no tiene en cuenta que cuando los mecanismos de dominación se desacreditan, no siempre mueren, sino que cambian de forma, de método: son menos corporales y más mentales; menos concentrados y más dispersos; menos intempestivos y más perdurables.
Nada de esto es una razón para dejar de ver los Juegos Olímpicos, ni para descalificar la tradición deportiva que los inspira, por supuesto que no. Pero sí es una razón para distinguir los sueños de las realidades, para entender que la unidad mundial es una ficción creada para atraer a los cuatro mil millones de televidentes que ven los juegos, pero sobre todo ven la publicidad que los patrocina, y que el mundo de Miranda sólo existe en la literatura y en el mundo ilusorio de la televisión.