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Tener presente el pasado
Por: Mauricio García Villegas | abril 9, 2010
ESTE AÑO LOS COLOMBIANOS ELEGImos a un nuevo presidente y también celebramos los doscientos años de la Independencia.
Ambos asuntos están, a mi juicio, íntimamente ligados. La elección de un presidente es una oportunidad para pensar en un proyecto de sociedad y ese proyecto resulta mejor si se hace teniendo presente el pasado. Alexis de Tocqueville, el gran pensador de la democracia en el siglo XIX, lo dijo mejor que yo: “En aquellas sociedades en donde el pasado no ilumina el futuro, el espíritu marcha en las tinieblas”.
En los debates actuales para elegir presidente no sólo deberíamos abordar aquellos problemas coyunturales que nos agobian, como el narcotráfico, la pobreza, la violencia y la corrupción, sino que deberíamos también pensar en lo que hemos sido. Más aún, me parece que parte de las dificultades que tenemos para superar esos problemas coyunturales provienen de nuestra incapacidad para entender quiénes somos, de dónde venimos, cuáles han sido nuestros proyectos de sociedad, cuáles nuestros logros y cuáles nuestras frustraciones.
Una de las cosas que deberíamos entender mejor, algo que podría iluminar, como dice Tocqueville, nuestra marcha hacia el futuro, es esa tensión permanente que tenemos los colombianos —y los latinoamericanos— entre lo que queremos ser y lo que somos. Me explico.
América Latina fue el resultado de un choque cultural tremendo entre España y las civilizaciones indígenas. Los españoles impusieron su visión del mundo a los indígenas que sobrevivieron a sus armas, pero su poder nunca fue tan grande como para eliminar la manera como los indios y los negros veían el mundo. En México, por ejemplo, los españoles destruyeron las pirámides aztecas y sobre sus restos construyeron iglesias imponentes, como queriendo aplastar el pasado, pero los carpinteros indígenas, que tallaron las esculturas que adornaron esos templos reprodujeron, subrepticiamente, el aliento de sus antepasados. Esas miradas amalgamadas dieron lugar a una nueva fábrica de la vida social; a un mundo sincrético, tan ajeno y tan cercano de la España cristiana como del México azteca.
El resultado de ello fue una cultura que vive en un estado de tensión permanente entre lo que fue y lo que es; entre el “deber ser” que impuso el colonizador y el “ser” del colonizado vencido. Por eso, el primer rasgo de la mentalidad del colombiano —y del latinoamericano— es la esquizofrenia, que es una forma de mentira o de incapacidad para resolver la tensión entre dos personalidades, la del futuro, la de los propósitos y de las buenas intenciones y la del pasado, la de la cruda realidad y de las frustraciones.
De ahí viene esa facilidad con la que los colombianos toleramos la falta de sintonía entre reglas ideales de todo tipo —códigos, constituciones, proyectos sociales, empresas, religiones— y realidades que no tienen casi nada que ver con ellas. Ya lo decía Bolívar en su Manifiesto de Cartagena: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados, no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano”.
Reconocer el rasgo esquizofrénico de nuestro ser social es el primer paso para superar ese estado mental. Quizá podríamos empezar a dar ese paso ahora, en estas elecciones, castigando con nuestro voto a los candidatos mentirosos, a los que hablan carreta, a los que prometen lo imposible y a los que simplemente no dicen nada.