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Tras el rastro de la responsabilidad empresarial: el Sur Global y la nueva ley europea de debida diligencia
Por: Julián Gutiérrez Martínez, Berta Flores Aricò | Agosto 13, 2024
En la actualidad, parece existir un sistema internacional de impunidad que lleva décadas protegiendo a las empresas multinacionales de su responsabilidad. En 1992, la petrolera estadounidense Texaco dejó en Ecuador uno de los peores casos de violaciones de derechos humanos en la historia del país por impactos ambientales y a la salud derivados de la extracción de petróleo, dejando comunidades afectadas, ríos, suelos, y aire severamente contaminados. El caso, que fue llevado por estas comunidades ante tribunales de Ecuador y Estados Unidos, ha brindado poca justicia a las comunidades, pues Chevron, empresa de Texaco, se ha negado a aceptar su responsabilidad. En cambio, el Estado de Ecuador se enfrenta al pago de una compensación multimillonaria como resultado de un proceso de arbitraje bajo el sistema global de protección de inversiones. Estos casos han detonado la demanda social por regulaciones vinculantes para las empresas en relación con el medio ambiente y los derechos humanos. Los resultados recientes desde el Norte Global, sin embargo, se sienten unilaterales, ausente de las voces del Sur Global, que sufren las consecuencias de las prácticas de empresas europeas.
La directiva: una apuesta ambiociosa pero descafeinada
El pasado 24 de mayo, el Consejo Europeo aprobó y dio la firma definitiva de la Directiva de diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad -CSDDD por sus siglas en inglés-, que ahora se convierte en ley. En el contexto de los derechos humanos, la debida diligencia empresarial es un proceso que las empresas realizan para identificar, prevenir y mitigar cualquier daño que sus operaciones puedan causar a las personas, los derechos humanos y al medio ambiente, incluyendo su cadena de suministro. Aunque la directiva aspira a equiparar las obligaciones de derechos humanos y sostenibilidad para las empresas en los estados miembros, su redacción y desarrollo han revelado una desconexión con las sociedades más afectadas por la actividad empresarial: prioriza un enfoque preventivo e ignora la participación de la sociedad civil.
La negociación parlamentaria previa terminó “descafeinando” varias apuestas ambiciosas. Por ejemplo, se incrementó el umbral de empleados y facturación, que, en la práctica, significa excluir un buen número de empresas y afectar sólo las más grandes, que representan apenas el 0,5% de todas las empresas europeas. Asimismo, limitó el concepto de “cadena de valor”, en especial para el sector financiero y sus clientes. Esto quiere decir que estas empresas no están obligadas a realizar diligencia sobre el impacto que tienen sus inversiones sobre los derechos humanos y el ambiente, limitando la posibilidad que tienen estos inversionistas y financiadores de influenciar positivamente la garantía de derechos en la actividades que se desarrollan con esos recursos.
La Directiva plantea, entre otros, tres temas relevantes. Primero, que las empresas con más de 1000 empleados y 459 millones de euros en facturación deben establecer procesos de debida diligencia: esto es, identificar, prevenir, mitigar y reparar los impactos, reales o posibles, a los derechos humanos y al medio ambiente en sus actividades y las de parte de su “cadena de valor”. Segundo, que la supervisión estará en cabeza de instituciones públicas nacionales, quienes deberán evaluar los reportes anuales de las empresas, y podrán imponer multas administrativas e incluso inhabilitarlas para contratar con el Estado. Tercero, que posibilita la responsabilidad civil corporativa, permitiendo que los jueces impongan medidas cautelares e incluso exijan la divulgación de información relevante para determinar su responsabilidad.
La voz ausente del sur global
Aunque esta decisión fue celebrada como histórica e innovadora por algunas organizaciones de derechos humanos que exigen un régimen vinculante de obligaciones empresariales, el texto final, desafortunadamente, no refleja ni las demandas por mecanismos efectivos de reparación, ni mayor participación de la sociedad civil, especialmente de las víctimas en el Sur Global. Esta visión, unilateral y desde el Norte, tiene al menos dos grandes efectos sobre el contenido y la óptica de la regulación: primero, una priorización del enfoque preventivo y la conducta empresarial responsable, y, segundo, una ausencia de participación activa y vinculante de la sociedad civil en un modelo de gobernanza global asimétrico.
Por un lado, mientras la sociedad civil del Sur y las comunidades afectadas por la actividad empresarial claman por reparaciones justas y acceso a la justicia, la recién aprobada directiva europea tiene el enfoque preventivo de la «obligación de diligencia debida», centrado más en los procesos que en los resultados y la reparación. Según el Artículo 22, la responsabilidad civil de la empresa surge únicamente si se demuestra una conexión causal entre la falta de diligencia de la empresa y la violación de los derechos humanos o ambientales. Esta “intencionalidad o negligencia” eleva el estándar probatorio sobre el nexo de causalidad del daño, y abre la posibilidad para que los reportes de diligencia puedan eximir civilmente a las empresas por afectaciones derivadas de sus actividades o las de su cadena de valor. Además, esta disposición se basa en un paradigma de «autorregulación empresarial», donde las propias empresas supervisan su cumplimiento, dificultando las reparaciones para las comunidades afectadas, ya que la directiva no aborda directamente las violaciones, sino la negligencia empresarial.
Por otro lado, la Directiva también refleja una ausencia de participación de la sociedad civil, donde esta tenga un papel activo central en la creación e implementación de esta regulación. Esto no es, en todo caso, una crítica nueva ni aislada. Un argumento similar se expuso sobre el modelo de gobernanza policéntrica y experimental propuesto por Jhon Ruggie para los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos de 2011, que promueve el cambio acumulativo a través de múltiples nodos regulatorios a distintos niveles (nacional, internacional), pero dibuja un rol pasivo de esta sociedad civil limitado a la búsqueda de reparación. También se vió en la interpretación restrictiva del mandato del Grupo de Trabajo sobre Empresas y Derechos Humanos, quien, a pesar de ser un procedimiento especial ONU, eligió no recibir denuncias individuales por vulneraciones sobre estos Principios -aunque en los últimos años esto ha venido cambiando. Un giro de la debida diligencia empresarial en este sentido debería implicar directamente a esta sociedad civil desde el proceso de discusión y regulación hasta el seguimiento de la implementación, con posibilidad de informes paralelos, espacios dialógicos de seguimiento, evaluación a la política, o cumplimiento de sanciones.
En definitiva, aunque un grupo importante de víctimas y organizaciones ve, con buenas razones, la debida diligencia como un marco insuficiente para abordar las violaciones sistemáticas de derechos humanos en el Sur Global, la directiva de la Unión Europea es un paso crucial para el camino hacia la responsabilización de las empresas por sus afectaciones al medioambiente y a los derechos humanos, aunque su arquitectura siga siendo débil y desigual. A pesar de que la mayoría de las violaciones corporativas se concentran en los países del Sur, la redacción de normativas sigue viniendo de la mano del Norte, predominantemente unilateral y focalizada en la prevención de las vulneraciones. Aunque esta directiva posiciona a Europa como un “faro moral” en el ámbito de las empresas y los derechos humanos, resultaría esencial empoderar a los actores locales y afectados para construir una gobernanza verdaderamente policéntrica y experimental. Esto va a ser fundamental para informar desde abajo los procesos internacionales que se desarrollan en paralelo, como las negociaciones para un Tratado Vinculante sobre Empresas y Derechos Humanos desde las Naciones Unidas.