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Trump y USAID ¿una oportunidad para integrar un trato horizontal en las relaciones de cooperación internacional entre el Estado colombiano y otros países?
Por: Ivonne Elena Díaz | Mayo 13, 2025
La cooperación internacional debería construirse sobre la base de un relacionamiento horizontal entre los países aliados. Sin embargo, el cumplimiento de esta condición de la solidaridad entre naciones, más que una regla es la excepción, en especial, si se trata de alianzas entre países del Norte y el Sur Global. Mientras que los primeros suelen tener mejores condiciones para aprovechar las ventajas de la gobernanza global, los segundos quedan con una relación de dependencia y supeditados a las decisiones de los países más poderosos. Una muestra de esa desigualdad es la decisión unilateral del gobierno Trump de suspender los recursos de los programas de asistencia internacional implementados por USAID, que deja serias consecuencias para las organizaciones y Estados receptores que se venían beneficiando de dicha alianza.
Pero, haciendo alusión al refrán latinoamericano “ver el vaso medio lleno”, esta coyuntura podría ser una oportunidad de oro para que Colombia en los acuerdos futuros de cooperación internacional integre mayor horizontalidad, flexibilidad y transparencia en sus alianzas, a fin de mitigar los efectos negativos de decisiones geopolítica como las de Trump.
Un mal necesario
Por lo general los programas de cooperación no siempre están alineados con las prioridades territoriales de los países. No obstante, es innegable que la medida anunciada por Trump sí es un duro golpe para la sostenibilidad de la acción de la sociedad civil y algunos programas del Estado en Colombia, sobre todo a nivel subnacional, donde se han ejecutado políticas públicas cuya implementación depende parcial o totalmente del financiamiento externo.
En este contexto USAID ha llegado a convertirse en un socio estratégico, especialmente para abordar temáticas relacionadas con los derechos humanos, la construcción de paz, el desarrollo rural y el fortalecimiento institucional. Lo problemático es que esta dependencia estructural limita la autonomía del Estado, de las organizaciones sociales y las comunidades para fijar agendas propias, pues como veremos más adelante, las directrices de esta cooperación entre países responde más a intereses de EE.UU que a demandas locales, desdibujando esa relación solidaria y horizontal que debe primar en la cooperación internacional.
En el 2024 Colombia fue el segundo país de la región latinoamericana que más ayuda recibió por parte de USAID, y los territorios que mayor inversión tuvieron de la cooperación estadounidense fueron Antioquia, Nariño y Norte de Santander. Aquí organizaciones sociales y comunitarias, instituciones públicas como alcaldías municipales, entidades judiciales y de control administrativo podían ejecutar planes de trabajo, tener medios para reunirse y hasta contratar personal técnico.
Programas como: “Generando Equidad” tenía el propósito de desarrollar capacitaciones para poblaciones históricamente vulneradas, especialmente a grupos de mujeres, comunidades étnicas y LGBTIQ+; “Integra” permitía atender a personas migrantes, refugiadas y retornadas a través de un centro integral humanitario, como lo era el caso de la ciudad de Cartagena ; “Nuestra Tierra Próspera” y “Conciliadores en equidad” eran programas nacionales con priorización territorial que respectivamente entregaron títulos de propiedad en zonas urbanas y rurales; y le apostaron a aumentar el acceso a los servicios de justicia mediante el fortalecimiento institucional y la participación de la sociedad civil.
Y, aunque luego de tanta inversión no es posible afirmar que se haya reconstruido el tejido social comunitario, no contar con estos recursos supondrá un vacío para la movilización ciudadana y para que las municipalidades garanticen bienes públicos que propendan por el desarrollo regional. Para territorios donde el Estado local tiene baja capacidad, las comunidades padecen alta desigualdad socioeconómica y sufren las consecuencias del conflicto armado, estas donaciones se convierten en un mal necesario, siendo mejor tenerlas que no tenerlas.
Los claroscuros de USAID en las regiones de Colombia
La presencia de USAID en Colombia no es reciente. Hacia los años 60 ya tenía intervenciones relacionadas con empleo, vivienda, salud y alimentación. Pero fue con el Plan Colombia y sus sucesivas transformaciones desde 1999, que se afianzó la relación de cooperación entre Colombia y Estados Unidos en torno a la seguridad, pues la lucha contra las drogas era la prioridad del país del Norte. A partir de allí, se implementó una estrategia de recuperación del territorio y guerra contra el “narco-terrorismo”, creando acuerdos que priorizaron la militarización por encima del desarrollo socioeconómico.
De acuerdo con la Comisión de la Verdad creada por el Acuerdo de Paz entre el Estado Colombiano y las extintas FARC-EP, con esta alianza de cooperación, el Estado colombiano en coordinación con EE.UU reanudó las fumigaciones aéreas sin restricciones territoriales; se dieron los primeros entrenamientos de las Fuerzas Especiales estadounidenses al Ejército de Colombia; se implementó el Plan Nacional de Consolidación Territorial (PNCT) y se emitió el polémico Decreto 2002 que produjo graves violaciones masivas a los derechos humanos, como las detenciones arbitrarias que Dejusticia describe en Que nos llamen inocentes.
Una de las estrategias de influencia de USAID a nivel territorial fueron las llamadas zonas de consolidación, siendo las subregiones de La Macarena en el departamento del Meta y la de Montes de María en el caribe colombiano las más emblemáticas. La primera fue utilizada como modelo para el diseño de la estrategia nacional y, la segunda, fue concebida como un “laboratorio de paz” luego de la desmovilización paramilitar y la implementación por parte del Estado nacional – con poca influencia del Estado local – de programas de atención humanitaria para víctimas del conflicto armado que se encontraban en proceso de retorno.
En el papel, el objetivo inicial de las zonas de consolidación era comenzar con operaciones militares de alto valor para instaurar condiciones de “seguridad territorial”, luego se buscaría ingresar a instituciones civiles para la provisión de bienes públicos, para finalmente, retirar a la mayoría de las Fuerzas Militares de estas zonas y consolidar un Estado garantista y un territorio libre de grupos armados y drogas.
Pero, en la práctica no ocurrió así. En primer lugar, la implementación del programa tenía una lógica vertical, pues las decisiones se tomaban desde el gobierno nacional, mientras que el gobierno local tenía un grado de involucramiento muy bajo. Y en segundo lugar, existía una asimetría entre las iniciativas militares respecto de las civiles. Con frecuencia se observaba a los militares ocuparse de obras en vías, colegios o alcantarillado, al tiempo que hacían reuniones con las comunidades e incluso promovían la conformación de asociaciones campesinas para el trabajo directo con el PNCT.
También realizaban retenes de control policial donde tomaban fotografías a pasajeros, construían listados con los números de teléfonos de civiles y restringían el tránsito de vehículos, tal como lo señala el informe A la espera de la consolidación realizado por organizaciones como Wola, Minga Indígena e Indepaz, quienes observaron dificultades para jalonar a las instituciones civiles locales por causa de la desconfianza institucional que tenía raíces en una clase política aliada con grupos armados ilegales, gobiernos que no terminaban su mandato y poca voluntad, sumado a un sistema judicial precario que aumentaba la impunidad.
Los recursos de USAID en zonas de consolidación como La Macarena se utilizaron para programas de entrega de títulos de propiedad a campesinos sin tierra y para proyectos de desarrollo agrícola. Inversión que resultaba relevante para generar ingresos en las comunidades retornadas. Sin embargo, posiblemente el mayor impacto negativo tiene que ver con que la implementación de estos fondos se hizo a través de contrataciones de empresas estadounidenses y eran ejecutados mediante operadores, esto hace que no tengamos certeza del impacto real de estos fondos, pues alrededor de estos proyectos se creó un telón burocrático fuerte. Sumado a que eran proyectos que debían implementarse en plazos cortos sin tener en cuenta las necesidades y dinámicas regionales.
El vaso medio lleno
¿Cómo reducir el desequilibrio entre países en la cooperación Norte-Sur y disminuir la dependencia de los recursos estadounidenses? No es una respuesta fácil. El Estado debería echar mano de los principios de política fiscal para incentivar nuevas fuentes de financiación sostenibles, especialmente el Estado subnacional. Pero, aproximándonos desde un enfoque territorial y descentralizado, los acuerdos de cooperación Internacional futuros entre Colombia y otros países deben transformarse en alianzas horizontales y transparentes que desarrollen proyectos con una lógica de procesos, conectados entre sí, que integren las diversas cosmovisiones de paz y desarrollo regional. Respeten los derechos de las comunidades, sin suplantar sus voces, sin asumir actitudes paternalistas o reproducir esquemas de estigmatización. En esa dirección podríamos construir una sociedad civil más resiliente al tipo de amenazas como las de Trump. Es el camino por el que parece necesario tener que ir.