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Un acuerdo sobre la muerte digna

¿Es posible lograr un acuerdo acerca del proyecto de ley sobre la eutanasia y la muerte digna, que se discute hoy en el Congreso?

¿Es posible lograr un acuerdo acerca del proyecto de ley sobre la eutanasia y la muerte digna, que se discute hoy en el Congreso?

Creo que sí, porque en este tema los creyentes y los no creyentes, los conservadores y los liberales, tienen más puntos en común de lo que piensan, a pesar de lo que digan los voceros extremistas de lado y lado.
Lo primero que comparten es la experiencia de la agonía dolorosa de algún ser querido. ¿Quién no ha tenido que sufrir el apagamiento lento de un pariente aquejado de un cáncer u otra enfermedad terminal? ¿Cuántos no se han sentido impotentes ante las súplicas del paciente para que se acabe el dolor? ¿Cuántos no han pensado que, llegado el momento, quisieran optar por una muerte con dignidad, en lugar de agregar a la vida meses o años en estado de inconsciencia? Contra lo que dicen los jerarcas de las iglesias, los creyentes también se hacen estas preguntas y muchos quisieran poder elegir. La enfermedad, la muerte y el sufrimiento no respetan la línea divisoria entre el conservatismo y el liberalismo.
Aunque no se vean en medio de los insultos cruzados entre los abogados y los críticos a ultranza de la eutanasia, unos y otros comparten algunos argumentos. Por ejemplo, el inmoderado padre Alfonso Llano critica el supuesto “fundamentalismo de izquierda” de los partidarios de la eutanasia y el aborto. “Estamos en un Estado Social de Derecho. ¡Viva la libertad religiosa!”, responde el sacerdote para defender el derecho a profesar su conservadurismo católico. Bien dicho: por eso mismo, porque existe libertad religiosa, no se puede imponer por ley a todo mundo la idea de que la vida es de Dios y la eutanasia es un delito. “Nadie será forzado a obrar contra su conciencia”, añade Llano abogando por los hospitales que se niegan a practicar abortos. Con el mismo argumento, no tiene ninguna justificación perseguir como criminales a los médicos que, siguiendo su conciencia, acceden a la súplica de un paciente de cesar una agonía irreversible.
A estos puntos intermedios se suman los que trae el moderado proyecto de ley sobre el derecho a la muerte digna. Quienes se tomen el trabajo de leerlo —entre ellos, ojalá, los congresistas que decidirán su suerte desde hoy—, verán que tiene todo tipo de salvaguardas para evitar confusiones y abusos. Se establece un procedimiento en extremo riguroso: la eutanasia es posible sólo en casos de enfermedad terminal o graves lesiones que no dejen posibilidad de mejoría; la petición del paciente de terminar con su vida debe ser voluntaria, inequívoca y, por regla general, expresada por escrito; además de la autorización del médico tratante, se necesita la de un segundo médico independiente y el de un consejo de psiquiatras y profesionales que certifiquen la voluntad del paciente, y ningún médico puede ser obligado a practicar la eutanasia.
Eso no es todo. Cuando el paciente haya caído en estado de inconsciencia, se establecen condiciones adicionales exigentes para que sus familiares o el propio médico tratante soliciten la terminación de la vida. Todos los procedimientos deben ser meticulosamente documentados y reportados a una nueva Comisión Nacional de Evaluación y Control de Procedimientos Eutanásicos y Suicidio Asistido. La Comisión elaborará los formatos para consignar las peticiones de los pacientes y las autorizaciones de los médicos y las clínicas, además de compilar cifras y publicar informes anuales sobre la aplicación de la ley.
A menos que las voces extremas prevalezcan, todo está dado para un acuerdo sobre la ley, que ponga fin a una deuda de 15 años, desde la sentencia de la Corte Constitucional que despenalizó la eutanasia y le dejó al Congreso la tarea de regularla. Si sigue la incertidumbre, los médicos preferirán no correr riesgos, aun contra su conciencia. Y los pacientes no tendrán otro remedio que seguir muriéndose de indignidad.

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