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Una defensa del Marco para la Paz

El año pasado el Congreso aprobó la reforma constitucional conocida como Marco Jurídico para la Paz. Este año, de cara al escenario de los diálogos en La Habana, la Corte Constitucional tendrá que definir si la posibilidad de renunciar en algunos casos a la investigación y sanción judicial de delitos cometidos en el conflicto armado, tal como lo contempló la reforma, implica o no una sustitución de la Constitución de 1991.

Por: Luz María Sánchez Duqueabril 15, 2013

El año pasado el Congreso aprobó la reforma constitucional conocida como Marco Jurídico para la Paz. Este año, de cara al escenario de los diálogos en La Habana, la Corte Constitucional tendrá que definir si la posibilidad de renunciar en algunos casos a la investigación y sanción judicial de delitos cometidos en el conflicto armado, tal como lo contempló la reforma, implica o no una sustitución de la Constitución de 1991.

Existen al menos tres posiciones sobre el marco jurídico que debería regir una eventual desmovilización de las guerrillas. La primera, que fue defendida por Álvaro Leyva hace pocos días en un foro en la Universidad Nacional, aboga por la concesión de amnistías amplias, bajo la idea de que todo es posible en nombre de la paz.

La segunda, que es la que sustenta la demanda contra el Marco para la Paz y el concepto que presentó la Procuraduría ante la Corte, sostiene que todas las violaciones a los derechos humanos cometidas en el conflicto deben ser investigadas judicialmente y que todas las personas que hayan participado en su comisión deben ser sometidas a un proceso penal.

La tercera, que es la que recoge el Marco Jurídico para la Paz, le apunta a la judicialización de los máximos responsables de los crímenes más graves y representativos y para los demás casos admite la renuncia a la acción penal bajo ciertas condiciones como la dejación de las armas, el reconocimiento de responsabilidad, la contribución a la verdad y a la reparación de las víctimas, la liberación de los secuestrados y la desvinculación de los menores de edad reclutados ilícitamente.

La primera posición difícilmente puede ocupar un lugar relevante en la discusión actual. No solo porque asume que la paz es un derecho superior que se sobrepone a los demás derechos, sino porque se basa en una idea de soberanía estatal que poco tiene que ver con el mundo actual. El caso de Colombia está bajo el escrutinio de la Corte Penal Internacional (CPI) y las puertas del Sistema Interamericano de Derechos Humanos están abiertas a la impugnación del marco jurídico que rija la eventual desmovilización de las guerrillas. La certeza y permanencia de un acuerdo de paz está también sujeta a este marco internacional y por eso negar esta variable, como pretenden hacerlo algunos –empezando por las propias guerrillas– no es más que un inconveniente gesto de ceguera (ver al respecto el blog de Mauricio Albarracín en este portal).

La discusión se contrae entonces a las otras dos posiciones sobre las cuales tendrá que pronunciarse la Corte. Ambas tesis reconocen que el Estado tiene el deber de investigar y sancionar las violaciones a los derechos humanos y que este deber opera incluso en el contexto especial de una transición de la guerra a la paz. Ambas reconocen también que en una transición como esta, los derechos a la verdad, la justicia y la reparación deben ser garantizados. La diferencia radica en torno al alcance que se le atribuye al deber de juzgar y al modo en que se deben satisfacer los derechos de las víctimas.

Quienes defendemos la orientación general del Marco para la Paz –a pesar de tener algunos reparos en aspectos puntuales– entendemos la importancia del deber de investigar y juzgar las violaciones a los derechos humanos, pero creemos que en algunos casos puede y debe ser ponderado con otros deberes del Estado como el de garantizar la convivencia pacífica. La reducción de los estándares de judicialización es un incentivo para la dejación de las armas y para la contribución al esclarecimiento de la verdad y por esta razón puede justificar legítimamente una limitación del alcance de dicho deber. Ahora bien, no es claro que esto comprometería la responsabilidad internacional del Estado porque el Marco para la Paz establece un límite a las amnistías ya que en todo caso tendrán que ser judicializados los máximos responsables de los crímenes de lesa humanidad, genocidio y crímenes de guerra sistemáticos. Bajo esta perspectiva, por ejemplo, los guerrilleros que tuvieron mayor responsabilidad en la comisión de secuestros y el reclutamiento de menores tendrían que responder ante el sistema penal. Adicionalmente, las instancias internacionales han dado muestras de apertura frente a la flexibilización del deber de investigar y juzgar cuando se trata de superar un conflicto armado, tal como lo demuestra la reciente decisión de la Corte Interamericana en el caso de la masacre de El Mozote.

De otro lado, tampoco consideramos que la única –y ni siquiera la mejor– manera de garantizar los derechos de las víctimas en un proceso transicional sea judicializando todos los crímenes y todas las personas involucradas en la violación de derechos humanos. La experiencia comparada y el propio proceso de paz con los paramilitares demuestran que tratándose de conflictos armados que involucran a millares de combatientes, si no se hace priorización y selectividad en forma explícita, esta se da en forma encubierta, pues las posibilidades de investigar y juzgar todas las conductas y todos los combatientes rebasa la capacidad real de cualquier sistema judicial. Y no parece que una selectividad judicial encubierta sea la mejor manera de garantizar los derechos de las víctimas.

NOTA. Una versión desarrollada de estos argumentos se encuentra en la intervención que presentamos como Dejusticia ante la Corte Constitucional.

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