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Una dosis mínima de cordura

LA PROPUESTA GUBERNAMENTAL de reformar la Constitución para penalizar el consumo de sustancias sicoactivas es engañosa, desborda el ámbito legítimo de un Estado democrático y tendría efectos contraproducentes.

Por: Rodrigo Uprimny Yepesmarzo 30, 2009

LA PROPUESTA GUBERNAMENTAL de reformar la Constitución para penalizar el consumo de sustancias sicoactivas es engañosa, desborda el ámbito legítimo de un Estado democrático y tendría efectos contraproducentes.

Es engañosa pues el Gobierno insiste en que no se trata de penalizar sino de brindar medidas terapéuticas y pedagógicas al consumidor. Pero lo cierto es que se crean unos tribunales, que podrán ordenar la privación de la libertad de cualquier persona que sea sorprendida con un cachito de marihuana, para que siga a la fuerza un tratamiento. Y eso es obviamente una pena, por más de que se la encubra con un lenguaje humanista.

Es más, ese enfoque terapéutico puede incluso ser más riesgoso para la libertad pues priva al consumidor de las garantías del derecho penal. Esa terapia con privación de la libertad no deja entonces de recordar la forma como el estalinismo trataba a algunos de sus disidentes; no los enviaba a la cárcel sino que los encerraba en hospitales siquiátricos para curarlos a la fuerza de su adicción a la libertad.

Es una reforma que además desborda el ámbito propio del derecho penal en una democracia pluralista, pues el consumo de drogas, en sí mismo, no afecta derechos de terceros. Muchos estudios empíricos muestran que la mayor parte de quienes usan sustancias sicoactivas no caen en abusos ni amenazan los derechos de los otros. (Ver por ejemplo el artículo de Peter Cohen disponible en www.cedro-uva.org/lib/cohen.shifting.pdf). No son entonces ni delincuentes ni enfermos sino usuarios recreativos. ¿Por qué forzarlos entonces a un tratamiento que no requieren? ¿No es esto imponerles un modelo de vida?

Ahora bien, un Estado respetuoso de la autonomía no puede imponer a sus ciudadanos modelos de virtud. Si se admite que el Estado prohíba u ordene a alguien efectuar una conducta sólo porque ésta es supuestamente perjudicial para su propia salud o porque el Estado la considera inmoral, se habrá eliminado todo límite a la interferencia estatal en la autonomía de las personas. Mañana se podrá penalizar el consumo de chocolates o la lectura de ciertos libros.

Es cierto que hay consumos de drogas riesgosos para terceros, como manejar “trabado”. Y es cierto que algunos adictos pueden requerir ocasionalmente medidas de protección coactivas. Pero una cosa es penalizar esos comportamientos riesgosos o internar temporalmente a un consumidor que esté a punto de suicidarse. Pero otra cosa muy distinta es penalizar todo consumo de sustancias sicoactivas. Es como si se penalizara todo uso recreativo de licor debido a que unos pocos conducen borrachos o terminan alcohólicos.

Finalmente, la reforma es contraproducente para la salud pública, pues el tratamiento obligatorio con la amenaza de privación de la libertad termina por marginar al consumidor. Y esa marginalidad, más que el uso de la droga en sí misma, es la que en muchos casos provoca los efectos más graves.

Pero eso no es todo; los nuevos tribunales tendrían que juzgar a los 540.000 colombianos que habrían consumido drogas ilegales en el último año, según el estudio nacional de consumo de sustancias sicoactivas de 2008. Una de dos: o la reforma agravaría la congestión judicial, lo cual es irónico, pues el Gobierno decretó hace unos meses la conmoción interior por la supuesta gravísima congestión que provocó el paro judicial. O en el fondo, la reforma prevé una injusta penalización selectiva de los consumidores. En un país con tantos problemas delincuenciales, ¿no sería mejor que los jueces y policías se dediquen a asuntos serios y no a perseguir consumidores?

Frente a tanta necedad, ¿será demasiado pedirle al Gobierno una dosis mínima de razonabilidad y que retire ese proyecto?

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