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Una mujer para la Defensoría del Pueblo

Hoy la Cámara de Representantes tiene la oportunidad histórica de elegir la primera defensora del pueblo, tras 20 años de dominio masculino.

Y de nueve años de la deslucida gestión de Volmar Pérez, que bajó la voz insustituible de la Defensoría en los temas de derechos humanos.
De modo que la Cámara puede acertar por partida doble. Puede mitigar el evidente desbalance de género en las altas esferas del Estado (las cortes, los ministerios, etc.), que parecen un club de caballeros a pesar de la ley de cuotas. Puede también rescatar la Defensoría —con los muchos funcionarios comprometidos y valientes que quedan— para que vuelva a velar por “la promoción, el ejercicio y la divulgación de los derechos humanos”, como lo manda la Constitución.
La ocasión singular se da porque el Gobierno, en una terna de lujo, incluyó a dos destacadas abogadas que conocen por dentro la Defensoría y tienen todos los méritos y capacidades para ejercer el cargo. De ello pueden dar fe las personas y las organizaciones con las que labora la Defensoría: las víctimas de la violencia que esperan restitución y reparación; los pacientes que tienen que poner tutelas para que las EPS les den ibuprofeno; los pueblos indígenas y comunidades negras clavados en zonas de conflicto; los niños y niñas reclutados por las Farc; la academia y las ONG de derechos humanos que trabajan con esas y otras poblaciones vulnerables.
Beatriz Linares encabezó la oficina delegada para los derechos de la niñez, la juventud, la mujer y la tercera edad entre 1997 y 2004. Desde allí impulsó la importante Ley de Infancia y Adolescencia, que reemplazó el Código del Menor y puso a tono la legislación con la concepción de los niños y niñas como sujetos de derechos (y no sólo como objetos de la autoridad estatal o paterna). Gracias a esa ley, hoy se penaliza el maltrato infantil, se exige una política pública sobre la niñez y se humaniza el trato a los menores infractores. Si es elegida como defensora, sin duda Linares retomaría la tarea de combatir el reclutamiento forzado de menores y las violaciones de derechos humanos en general, como lo ha hecho desde que salió de la institución que aspira a dirigir.
Olga Lucía Gaitán trabajó en la Defensoría del Pueblo entre 2000 y 2004, cuando la entidad tuvo sus mejores tiempos: lanzaba frecuentes alertas tempranas para evitar masacres, publicaba juiciosos estudios y manuales de formación para funcionarios públicos, interponía tutelas novedosas y aparecía a diario en los titulares de prensa. El mérito de Gaitán por estos y otros avances fue tal que no sólo encabezó la unidad de acciones judiciales, sino que fue designada defensora del pueblo encargada. Desde entonces ha seguido trabajando por los derechos humanos desde la cooperación internacional, la academia y las organizaciones sociales. Como defensora, ciertamente Gaitán reactivaría la institución y le volvería a dar voz a quienes no la tienen.
Con frecuencia se defiende el machismo en los cargos estatales con el argumento inverosímil de que no hay mujeres calificadas para ellos. Pero Linares y Gaitán cumplen con creces las tres condiciones de un defensor del pueblo: la independencia y el coraje para tomar decisiones y hacer denuncias incómodas para los poderosos dentro y fuera del Estado, la confianza de las víctimas, y la experiencia y el conocimiento especializado en derechos humanos.
Independientemente del resultado de la votación, la elegida o el elegido tendrá el reto de recuperar la credibilidad, la capacidad y la proactividad de la institución. De ser un defensor del pueblo y no un defensor del puesto.
Posdata: la injusticia contra Sigifredo López confirma que la detención preventiva está en crisis. Si no lo hubieran detenido mientras avanzaba la investigación, la Fiscalía se habría ahorrado el escándalo. Ojalá aprenda la lección.

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