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Una sociedad discapacitada
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | agosto 13, 2013
En andas. Así tienen que subir y bajar a los aviones quienes se mueven en silla de ruedas en Colombia. Me tocó ver la penosa escena en varios aeropuertos, al viajar con un colega extranjero cuya mente y corazón extraordinarios resaltan en su cuerpo de piernas inertes.
La llegada al país fue el presagio. El flamante aeropuerto internacional de Bogotá, el mismo que anunciaron como el tiquete al siglo XXI, resuelve la movilidad de las personas con discapacidad con las técnicas de hace 50 años. En lugar de los carros con elevadores que son corrientes en aeropuertos de todo el mundo, Opaín decidió que la mejor forma de transportar a los pasajeros en sillas de ruedas desde y hacia los aviones estacionados en la pista es que los funcionarios que estén a la mano carguen al pasajero y su silla por las escalerillas.
Al ver a mi colega en vilo, a duras penas sostenido por tres espontáneos, recordé los retratos de los cargueros de los tiempos de la Colonia. Avergonzado me di cuenta de que no hemos avanzado mucho desde entonces en el trato a las personas con discapacidad.
Lo del aeropuerto fue sólo el prefacio. Un lugar tras otro —hoteles, calles, oficinas, restaurantes— parecían seguir el diseño de una perversa carrera de obstáculos con los que se chocaba el visitante en su silla. Los hoteles —baratos o de lujo, daba casi igual— ofrecían “acondicionar” una habitación para él, o poner ayudantes a su disposición, sin reparar en que el problema era que los cuartos nunca fueron pensados para que entrara una persona en silla de ruedas. Incluso los pocos que tenían habitaciones “para discapacitados” habían olvidado detalles esenciales: puertas anchas, duchas sin obstáculos de entrada, espacio para que la silla pudiera girar.
Afuera, los andenes eran tan tortuosos que la única solución fue aventurarse en la silla por las calles. La competencia con los carros y los huecos hacía eterno incluso un trayecto de una cuadra.
Así podría seguir con todo el recorrido del visitante de marras. Pero su caso es sólo una muestra de la experiencia diaria de más de 2,6 millones de colombianos que tienen alguna discapacidad física, según el último censo. Entre los cuales están personas como él, cuya discapacidad proviene de una enfermedad congénita; pero también muchas con limitaciones a las que estamos expuestos todos, como los estragos ineluctables de la vejez, o los efectos de accidentes comunes o del conflicto armado.
Los obstáculos físicos, sumados a prejuicios, se traducen en profundas desventajas para la población con discapacidad. Las oficinas inaccesibles —de empresas, entidades estatales y ONG por igual— ayudan a explicar que su tasa de desempleo sea 77%. Los colegios y universidades, con sus interminables escaleras, son inalcanzables aun para personas en muletas. Uno de los efectos es que la tasa de analfabetismo es tres veces más alta entre personas con discapacidad que en el resto de la población. Todo lo cual ayuda a explicar su precariedad económica; por ejemplo, la incidencia del hambre es dos veces más alta entre ellas.
Es tentador cerrar con el lamento usual, sobre la inacción del Estado. Pero prefiero girar el reflector hacia las limitaciones, las discapacidades, de la sociedad donde todo esto sucede: donde los arquitectos, sus clientes y todos los demás seguimos sin darnos por enterados.
En últimas, una sociedad debe ser juzgada no por la forma como trata a los más ricos y poderosos, sino a los más vulnerables. No por el número de restaurantes con valet parking, sino por el número de rampas en las aceras.