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Para romper el silencio de la violencia sexual hay que “comenzar por creerles” a las víctimas. También aplicar normas internacionales como el Estatuto de Roma contra la violencia de género, que dejan claro que el silencio o la falta de resistencia no implica consentimiento al abuso.

Para romper el silencio de la violencia sexual hay que “comenzar por creerles” a las víctimas. También aplicar normas internacionales como el Estatuto de Roma contra la violencia de género, que dejan claro que el silencio o la falta de resistencia no implica consentimiento al abuso.

Viendo el dominó de denuncias públicas contra acosadores sexuales en EE. UU., es inevitable preguntarse: ¿por qué no está pasando algo similar acá? ¿Por qué aquí la ola de mujeres que dicen que #YoTambién fui abusada no les ha costado ni fama ni puestos a los autores?

Son varias las razones, pero hay una especialmente insidiosa: las mujeres que denuncian suelen ser cuestionadas y terminar en el banquillo del acusado. En una sociedad machista, primero se topan con el escepticismo de muchos jefes, amigos y hasta familiares que ponen en duda la gravedad del episodio o se preguntan si ella lo habrá provocado.

Si franquean ese muro de interrogantes, se encuentran con las autoridades que reciben las denuncias: policías y fiscales que, con demasiada frecuencia, terminan inquiriendo más sobre la vida sexual de la víctima que sobre los actos del victimario.

Los pocos casos que sobreviven ese doble filtro llegan a los tribunales. Y allí se pueden estrellar con prejuicios como los de un fallo chocante que encontró este diario cuando investigaba los pasos del corrupto “cartel de la toga”. La investigación reveló otro cartel, no de corrupción sino de machismo: un grupo cerrado y poderoso de magistrados hombres cuya sentencia disuadiría a cualquier víctima de denunciar un abuso.

En el fallo —escrito en 2009 por el exmagistrado José Leonidas Bustos, el mismo señalado de encabezar el cartel de corrupción— la Corte absolvió a un hombre que había asaltado, junto con cuatro cómplices, a dos mujeres jóvenes que salían de una discoteca. Mientras los demás ladrones huían, el acusado amenazó de muerte a las víctimas y las forzó a practicar actos sexuales (incluyendo sexo oral y un intento de violación). El hombre fue eventualmente capturado y condenado.

Increíblemente, Bustos y otros cinco magistrados revocaron la condena porque, según ellos, era insuficiente que las víctimas claramente hubiesen dicho “no” al abuso. Les reprocharon no haber ejercido “una resistencia seria y continuada” al ultraje, olvidando que acababan de ser asaltadas y que, para cualquier persona, resistirse en esas circunstancias habría sido arriesgar la vida. Y terminaron concluyendo que las víctimas “atendieron las peticiones” del acusado “con pasividad y agresión”. Una perla clásica machista: “no” en realidad es “sí”.

Para romper el silencio de la violencia sexual hay que “comenzar por creerles” a las víctimas, como lo dice el lema de la Coalición Internacional sobre la Violencia contra las Mujeres. También aplicar las normas internacionales que la Corte desconoció, como el Estatuto de Roma y la Convención de Belén de Pará contra la violencia de género, que dejan claro que el silencio o la falta de resistencia no implica consentimiento al abuso.

Ayudaría, en fin, poner fin al tradicional cartel masculino en la Corte Suprema: entre los nueve magistrados de la sala penal que decidió el caso, sólo había una mujer (María del Rosario González), que se opuso a la sentencia y en 2015 escribió otro fallo contrario al de Bustos. Pero falta cambiar mucho más: hoy, como en los tiempos del cartel de la toga, una solitaria magistrada comparte la sala con ocho magistrados.

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