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¿Y a mí qué mierda me importa?
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | septiembre 7, 2009
CUALQUIERA QUE PASE POR BUENOS Aires nota que la ciudad está llena de turistas y estudiantes colombianos.
¿Por qué la fascinación con esa ciudad? En un blog dije que los colombianos vamos no sólo por la belleza del lugar, sino por algo más sutil: la forma más igualitaria como los argentinos tratan a los demás, tan distinta a la verticalidad colombiana. Los meseros y los taxistas porteños hablan de tú a tú con sus clientes; los restaurantes son espacios abiertos, a los que todavía accede la clase media; y los vendedores atienden como quien aconseja a un conocido.
Todo eso es un atractivo para los colombianos porque nos permite desconectarnos, por unos días, de los códigos agotadores de la sociedad más clasista en la que vivimos el resto del año. Es la sociedad que impone el “usted” para marcar distancia; la que entrena a los miembros de cada clase social para hablar con un tono distinto; y la que enseña esa miradita de arriba abajo con la que los comensales de un restaurante “bien” revisan la pinta de cualquiera que se asome a la puerta de entrada.
Esa forma de relacionarse con los demás –que los sociólogos llaman “sociabilidad”— marca profundamente cada país. Así lo muestra el politólogo argentino Guillermo O’Donnell en un artículo clásico, que compara su país con Brasil. O’Donnell refiere la pregunta que hacen los brasileños de clase alta para “dejar en su sitio” a meseros o secretarias que no los tratan como esperan: “¿Usted sabe con quién está hablando?”. En Brasil (o en Colombia), la respuesta probable sería una disculpa, o al menos una mirada sumisa. Pero en Argentina la respuesta puede ser: “¿Y a mí qué mierda me importa?”.
La sociabilidad no es sólo asunto de anécdotas, sino que tiene mucho que ver con el tipo de instituciones y de gobierno de un país. Así como cada sociedad tiene el gobierno que se merece, los gobernantes –especialmente los caudillos— intentan moldear las relaciones sociales para consolidar su poder. O’Donnell recuerda cómo los dictadores argentinos prohibieron el tuteo y uniformaron a los taxistas de corbata y patriótica camiseta celeste. Y Menem no sólo compró votos y cambió la Constitución para hacerse reelegir, sino que impuso toda una “sociabilidad menemista” del derroche y la plata fácil, que durante años embrujó a los argentinos hasta provocar la quiebra del país en 2001.
Hablar de caudillismo, compra de votos y reelecciones nos trae de inmediato al caso colombiano. Más allá de lo que uno piense sobre el uribismo, una cosa es cierta: que ha logrado influir en la sociabilidad colombiana. Y que mientras más dure en el poder, más profundo (e irreversible) será su efecto.
Así que ya es hora de caracterizar lo que podría llamarse la “sociabilidad uribista”. Propongo dos rasgos para discusión. Es una sociabilidad profundamente vertical, que ahonda aún más la brecha entre desiguales y deja bien claro el puesto de cada quien. Es la forma de relacionarse del hombre fuerte que manda en su casa y en su finca, y que reparte dádivas públicas en consejos comunitarios como si fueran favores personales a los subalternos.
Es, además, una sociabilidad más desdeñosa de las instituciones y amante de la corrupción de lo que cualquiera se habría podido imaginar. Basta ver la evidencia de la Yidispolítica y la negociación del referendo. Se trata, en últimas, de la aprobación oficial de la lógica –ya popular en el país— de que el fin justifica los medios. La misma de los ciudadanos y funcionarios que responden, ante las advertencias del inminente colapso de las instituciones democráticas y el Estado de derecho: “¿Y a mí qué mierda me importa?”.