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¿Y las otras víctimas y atrocidades?
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | febrero 2, 2008
Pero la indignación ciudadana contra el secuestro y la protesta contra las Farc, plenamente justificadas, se tornan moral y políticamente problemáticas cuando no se acompañan de una condena igualmente vigorosa de las otras atrocidades que ocurren en Colombia. Y la razón es simple: las Farc no tienen el monopolio de la crueldad en nuestro país.
En los últimos dos años, las versiones libres de algunos jefes paramilitares desmovilizados, el proceso de la para-política, la exhumación de centenares de fosas comunes y las numerosas condenas de la Corte Interamericana contra Colombia, han mostrado que las denuncias de las organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos sobre el paramilitarismo eran inexactas, pero porque se habían quedado cortas.
Hoy es claro que en las dos últimas décadas, pero especialmente a partir de la segunda mitad de los años 90, miles de colombianos fueron masacrados y desaparecidos por los grupos paramilitares. Y que estos grupos han contado con la complicidad de mandos de la Fuerza Pública y de representantes de las elites políticas y económicas.
Un solo ejemplo: en su versión libre de octubre del año pasado, el jefe paramilitar HH confesó que sólo en dos años (1995 y 1996), y sólo en una pequeña región del país, (los cuatro municipios del Urabá antioqueño), su grupo paramilitar, que actuó con la complicidad de los jefes militares de la zona, asesinó entre 1.200 y 1.500 personas.
Pero si esa cifra, a pesar del horror que expresa, no conmueve al lector, entonces lo invito a que lea cualquiera de las decisiones recientes de la Corte Interamericana contra Colombia, que describen atrocidades concretas. Por ejemplo, en la sentencia de Ituango, ese tribunal encuentra probado que entre el 22 de octubre y el 12 de noviembre de 1997, en el Aro, ?un grupo paramilitar que se movilizó por varios días a pie con la aquiescencia, tolerancia o apoyo de miembros de la Fuerza Pública?, asesinó a numerosas personas, luego de torturarlas. La Corte describe uno de los crímenes así: ?el señor Marco Aurelio Areiza Osorio, comerciante de 64 años de edad, fue obligado por los paramilitares a que los acompañara a las cercanías del cementerio, donde lo amarraron y torturaron hasta causarle la muerte. Su cuerpo presentó señales de tortura en los ojos, los oídos, el pecho, los órganos genitales y la boca?.
La dimensión del horror paramilitar está no sólo confirmada judicialmente sino que es hoy totalmente pública. Pero esas atrocidades no reciben el mismo repudio de la ciudadanía que los crímenes de las Farc. Existe pues una suerte de asimetría moral de la reacción ciudadana urbana, que masivamente protesta contra las Farc y el secuestro, pero se muestra mucho más silenciosa y menos escandalizada frente al horror paramilitar.
Existen algunos factores sociológicos que podrían explicar esa asimetría: las víctimas de los paras son usualmente campesinos y colonos pobres, que no tienen tanta vocería política como las víctimas de la guerrilla; la percepción, totalmente equivocada, de que el paramilitarismo ha sido desarticulado, mientras que las guerrillas seguirían operando; las Farc tienden a amenazar a los habitantes de las ciudades mientras que los paras pretenden aparecer como sus protectores; las complicidades que los paras han tejido en estos años les brindan un apoyo político en ciertos sectores; las propias reacciones del gobierno, que condena mucho más duramente las atrocidades de la guerrilla que los crímenes de los paras, contribuye a esa asimetría; etc.
Pero que esa asimetría pueda ser explicada no significa que sea justificable. Ella es inadmisible, pues implica una especie de jerarquización de las víctimas. Las víctimas de los paras y de ciertos agentes estatales y sus familiares sufren en silencio, mientras que las víctimas de la guerrilla reciben una mayor atención de los medios y de las autoridades. O peor aún, algunos parecerían admitir implícitamente que las atrocidades de los paras son un ?mal menor? para poder librarse de lo que muchos ven como el ?mal mayor?, que sería la guerrilla.
Esas tesis son inaceptables y expresan una profunda debilidad ética y política de nuestra democracia. Debemos superar esa asimetría, solidarizarnos con las víctimas de todos los actores armados y condenar todas las atrocidades.
Las anteriores consideraciones no significan que no debamos protestar contra el secuestro: el dolor de los secuestrados y de sus familias merece toda nuestra simpatía y solidaridad; y es importante que la ciudadanía exprese su condena contra las Farc y contra las otras organizaciones que recurren a esa práctica inhumana. Pero esa justa condena no debe silenciar las atrocidades de los paras y de ciertos agentes estatales, ni el terrible sufrimiento de sus víctimas y de sus familiares.
En este contexto, la marcha del próximo 4 de febrero contra las Farc y contra el secuestro, convocada por Internet pero masivamente apoyada por el gobierno y por los medios de comunicación, no deja de ser ambigua, por la insistencia de sus organizadores en limitar la condena a las Farc y al secuestro.
Sin lugar a dudas es muy positivo que en Colombia, un país caracterizado por una enorme dificultad para la movilización colectiva y por una cierta indolencia frente al sufrimiento de las víctimas, la ciudadanía rechace masivamente las atrocidades de uno de los actores armados. Pero si los colombianos nos limitamos a protestar contra el secuestro y contra las Farc, se podría acentuar la inaceptable asimetría en las respuestas ciudadanas frente a las víctimas y la violencia. No podemos rebelarnos únicamente contra las crueldades de las Farc. De nosotros como ciudadanos dependerá entonces que la marcha del 4 de febrero acentúe esa indeseable asimetría, o por el contrario se convierta en un paso importante en la conformación de un amplio movimiento social que, al condenar las atrocidades, vengan de donde vengan, fortalezca nuestra precaria democracia.
* El Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad ?DeJusticia? (www.dejusticia.org) fue creado en 2003 por un grupo de profesores universitarios, con el fin de contribuir a debates sobre el derecho, las instituciones y las políticas públicas, con base en estudios rigurosos que promuevan la formación de una ciudadanía sin exclusiones y la vigencia de la democracia, el Estado social de derecho y los derechos humanos